El sueño viaja en metro

Tomo  la mochila y la lleno hasta casi reventar las costuras con los restos de la comida. Dos tupers,  de carne mechada uno, el otro de macarrones con tomate,  media hogaza de pan y dos plátanos. Ella no lo aprovecha y me insiste en que lo coja. Al principio me daba cierta vergüenza, ahora ya no. Me salva la cena y todo es de calidad. Una ayuda que agradece mi economía porque me evita comprar durante la semana.

Siento los pies como si fueran a estallar en los zapatos, a estas horas andan al doble de su tamaño y me resta tarea con la otra casa en la que limpio. Dios santo que largos se hacen los días si no fuera por el viaje de vuelta. Hemos paseado con la lentitud que marcan los años de la pobre doña Matilde, tan viejita y con tantas ganas de correr como poca capacidad para hacerlo. Me agota el doble que llevar mi paso, pero bastante hace la pobrecilla con caminar todo los días y frenar mi trote que a veces me da un grito “no corras tanto jodía que me llevas a rastras”. Luego, se ve que se arrepiente de su mal tono y me dice ya relajada.

-Ay hija mía, te aburrirás de seguir mi paso, ya me gustaría a mí salir corriendo aunque fuera para volver a coger el tranvía…o el autobús como cuando trabajaba pero los años te ponen pesos en los pies. En los pies y en la cabeza. Ya verás cuando llegues si es que llegas.

Mientras deja caer el fardo de su cuerpillo de jilguero en mi brazo. Pasito corto, con la lentitud que marca un ritmo tan lento que arrastra hasta el asfalto. La retención constante de mi propia velocidad me cansa infinitamente más que las carreras que me doy para tomar el metro por la mañana o las compras que hago cuando puedo, siempre robando horas al reloj y a la vida para llegar a todo.

Casi me parece un oasis el tiempo que transcurre en la casa de doña Matilde. Limpiar a diario hace que la faena sea liviana, relajante. Pasar con el paño quitapolvo los cachivaches que adornan los anaqueles mientras me socorre la música que pone  doña Matilde, zarzuelas y operas conocidas, casi siempre, mientras intento llegar a los recovecos de los perrillos de porcelana, dejar los pliegues de la faldita de la bailarina reluciente sin mota de polvo, o las copas, que me hace revisarlas cada día para que muestren el vidrio tan reluciente como de nuevas. Se apoya en el andador y me sigue mientras me desplazo con la mopa y las bayetas que pulen y dan brillo. Claro que no siempre tiene ganas de cháchara o de comprobar que hago lo debido en la limpieza, a menos que me juegue la reprimenda, no muy severa, a fuer de sincera, pero insistente y regañona.

En cambio, no soporta la aspiradora, dice que le atruena la cabeza y no limpia bien…Yo insisto que es necesario evitar ácaros,  por eso la paso una vez a la semana. El resto de los días desperezo las alfombras a base de un barrido que levanta más polvo del que quita. Si por ella fuera, sacudiría en el balcón toda la casa, incluidas sabanas, mantas, edredón y hasta el colchón que en días de revuelta me hace levantarle y arrojarle en la ventana del cuarto que un día vamos a tener un disgusto si del impulso se me cae a la calle. Sería bueno que le cayera a un transeúnte en la cabeza. Le explico a doña Matilde que ahora no hace falta orear colchones como en la postguerra que eran de lana o de borra. No me hace caso y mediante vituperios y exabruptos me obliga a hacerlo. Hemos pactado una vez al mes, aunque con refunfuñes y vitriólicas miradas, he ganado la batalla.

La comida es ligera, rápida de hacer y poco complicada. Purecitos, batidos de fruta, pescadito limpio de espinas cocinado al vapor, a la plancha o al horno, o pasta.  Que contenta se pone cuando le hago la lubinita en horno, con patata panadera, sus ajitos y pimiento verde.

-Gracias Luisa, hija mía. Al fin una comida que sabe a  algo. No esos purés de enferma que me preparas a diario o las verduras sin sal y el pescado blanco que me sabe a estopa.

-Doña Matilde, ya sabe usted que yo obedezco ordenes de sus hijas. Me marcan el menú  cada día según sus patrones que le aconseja la dietista. Y si me salgo de la pauta la bronca me la llevo yo, doña.

-Sí, lo sé. Las pesadas…Si me voy a morir en breve qué coño les importará si me voy con colesterol o el azúcar más alto. Para  darse importancia y hacerse perdonar el que ni aparezcan. Para eso dan la tabarra, Luisa, ya te lo digo.

-Doña Matilde, no sea injusta que sus hijas la quieren bien. Y no vienen más porque andan ocupadas con sus nenes y el trabajo, pero bien que atienden sus necesidades.

-No te engañes, reina. Atienden porque saben que reciben el aguinaldo, si no fuera así, estaría tirada como un perro. No lo dudes. Que le voy a hacer, han salido egoístas y siesas como su padre, que en paz descanse y que bien descansé yo cuando se fue.

-Doña Matilde, dice usted unas cosas…

-Poco para lo que podría decir. Hazme esa lubinita y no contaremos nada. Con el refrito de ajos en la sartén, bien tostaditos y toque de guindilla, anda, sé buena que si no, no me sabe a nada.

-Luego tendrá ardores y habrá que preparar sal de frutas, ya me lo sé.

-Pues se prepara y si me arde el estomago al menos me arderá algo y sentiré que estoy viva porque con este cuerpo que me resta ando a trasquilones con la muerte.

-Estamos hoy revenidas, por lo que veo.

-Verás cómo después de la lubina se me mejora el carácter. Tú hazlo como te he dicho.

-Así será, no tema doña Matilde,  siempre hago lo que usted me pide. En eso no creo que tenga queja.

-No bonita, al contrario. Eres de largo la que mejor me trata y sinceramente, por la mierda que te pagamos, haces demasiado.

No respondo, porque es cierto. Son  siete horas diarias, cinco   días a la semana y me pagan 800€, claro que tengo las tardes libres y completo el sueldo con apaños además cuidar a doña Matilde se ha convertido en un placer. Y no solo por ella…Son esos viajes que producen alegría, aunque no quiera confesármelo o me produzca cierta desazón pero sí, me alegran el día. Con esas miradas  tiernas,  la tibia sonrisa que me esponja el corazón que anda aterido de puro desencanto. Los viajes y el tejido de sueños que he labrado con ellos, compensan esta vida anodina que me deja seca de pura mediocridad.

La viejita es dulce y agria a la vez. Con ese carácter que no permite mucha contradicción. En cuanto se le encienden las pupilas, sube la ceja izquierda y la vena del cuello comienza a temblar, más nos vale ponernos a cubierto porque salen truenos por esa boca subsumida por años y desesperanzas.  Ha debido ser una mujer de bandera, además e guapa. Contemplo sus fotos cuando limpio el salón o el dormitorio y veo su empaque, la mirada cautivadora que lanza desde los retrato, con  sombreros de medio lado o el pelo recogido en un coqueto moño que levanta sus facciones perfectas. Ojos verdes, pelo rubio y una tez alabastrina acompañado todo  de un cuerpo fino, bien dispuesto. Alta para la época,  con un señorío en el vestir que debieron hacer de ella una persona muy especial. Elegancia que todavía conserva, a pesar de los años, de lo encorvadita que camina aún  se le nota el  porte. Sus ademanes de gran señora y sus gestos refinados, que no concuerdan con la sarta de tacos que a veces suelta por la boca. Y es que, según me ha contado, ella fue  de barrio. Guapa, elegante, hija de modista que la confeccionaba trajes de reina, pero de barrio. Cuando conoció a don Genaro, que la sacaba por lo menos veinte años, tenía diecinueve. Un pimpollo, según dice. Se casaron en  boda desigual. Él puso buen apellido, cierto patrimonio (no tanto como se especulaba y alardeaban las estiradas de sus hermanas, según puntualiza cuando me cuenta) un piso en el centro de la ciudad y la honorabilidad de casarse bien. Un buen casorio, para la gente de su barrio era salir del lodazal de aceras sin pavimentar que llenaban el tacón de un barro pardo que se solidificaba al rato adhiriéndose al tacón como la mugre vieja.

El matrimonio suponía salir de la miseria, no tener que preocuparse más del gasto diario, comprar pan blanco a discreción, comer pollo los domingos y pasteles de postre, y  lucir joyas impensables para una chica de barrio. También padecer un aburrimiento obtuso en las largas tardes de picatoste, rosario y merienda con monseñor, compartida con las cuñadas que alternaban  el refrigerio en las diversas casas de la familia. Ella se veía obligada a asistir si no quería escuchar los requiebros malévolos de don Elías al caer la noche  cuando regresaba de la oficina con la cabeza repleta de los reproches y procacidades proferidas por ambas hermanas en sucesivas llamadas telefónicas en donde desgranaban las quejas que la torpe cuñada, las infería.

Las hermanas eran cuervos secos y atildados que disfrutaban humillándola por ser de barrio, joven,  guapa, elegante y con más señoría en la uña del meñique que las momias de sus cuñadas en todo su cuerpo que no era más que saco de hueso seco que nadie osaría hincarle el diente.   Me lo cuenta cuando se le suelta la lengua, que suele ser con frecuencia. Mientras yo atiendo a las figuras de Lladró, al viejo espadón de sabe Dios qué guerra que hay que lustrar con Sidolín cada semana, porque se pone negro, y  al  resto de los fetiches que andan desperdigados por la casa, cada uno en un rincón. Entre su voz, la zarzuela y el soniquete de la olla rápida, formamos una batahola matinal, digna de verse.

 

Apenas me caben los tupers en la mochila porque son grandes. Cada día me deja más para llevar aunque no conozca casi nada de mi vida, creo que intuye la precariedad. A veces me pregunta por cómo he llegado hasta aquí y se queda en silencio, taciturna y pensativa. Para mí que recuerda algo de su vida, que le vuelven los fantasmas del postguerra en un barrio pobre hija de rojos. Me enternece su generosidad porque noto que aparta y me indica que  añada al puchero más de la cuenta para llenar mi bolso.

 

-Anda hija, llévate todo lo que sobra o tíralo a la basura, que la hija de mi madre no come comida recalentada ni aunque me fuercen.

-Doña Matilde, mañana en el microondas estará perfecta, que ahora no hay que recalentarlo.

-Da igual, te lo llevas y te callas. Y échate esos plátanos que están  pachuchos. Mañana compras más. Y alguna manzana también. Yo no puedo comerlas porque con esta mierda de dientes que tengo no me resisten la dureza y en puré o batido no me gustan. Llévatelas.

-Doña Matilde, luego vienen sus hijas y me dirán algo porque notan la falta de fruta. No me llene tanto la mochila porque voy en el metro como si fuera jorobada.

-No te preocupes de esas siesas. Tú haz lo que te digo y déjate de pamplinas.

Y me carga con todo lo que sobra y lo que no. En cada visita de las hijas, dos, a cual más estiradas y distantes, me lanzan indirectas que ella corta de raíz.

-¡Cuanta fruta comes mamá! ¿Estás segura que necesitas tanta?

-¿Me la vas a racionar? Como la que me da la gana, compro la que quiero y hago lo que se me pone en ya sabes dónde. Que la pago yo.

-No si yo no digo nada. Claro que puedes hacer lo que quieras, pero no me parece normal, haber comprado un kilo de plátanos hace dos días y que no haya ninguno.

-Es que me los como todos ¿Algo que decir?

-No, nada. Pero es muy extraño.

La hija,  lanza la mirada aviesa con puntitas de hielo hacia mí tanto que me  hace sentir culpable, casi como si robara. Bien sabe dios que respeto hasta las migas de pan, pero es la viejita quien insiste. Al marchar se lo reprocho.

-Me hace sentir mal, doña Matilde. Su hija piensa que le robo la comida.

-Mi hija, mis hijas, porque las dos son iguales, solo piensan en lo malo de las personas, solo ven la botella medio vacía. Y son amargadas de nacimiento. Ralea paterna. Que desgracia hija, el único que salió a mí y el señor me le llevó tan joven y tan guapo. Me dejó a este par de avinagradas para joderme la vejez con lo feliz que hubiera estado yo con mi chico, viajando por ahí y riéndonos del mundo como siempre hicimos.

Una vaga sombra la sacude al hablar del hijo perdido. Se le vela el rostro mientras  los ojos, vivaces aunque con el velo de la muerte cercándoles. Se le apagan, se amortigua la voz y susurra durante un rato viejos lamentos que parece le salen de las profundidades. Pobre doña Matilde, me apena tanto verla cuando recuerda. Enseguida le pongo la tele, o la radio, al poder ser noticias políticas o esas tertulias en donde la gente se insulta sin parecerlo pisándose  los argumentos como maleducados  sintiendo que cada uno tiene razón y la esgrimen como arma contra el adversario.

Doña Matilde sale de su ensimismamiento enseguida. Al principio con desgana,  conforme escucha los vituperios o las noticas va tomando brío hasta formar una ola de indignación.  Comienza a insultarlos ¡y de qué manera! Salen palabras gruesas por su boca, se enfada, los manda a tomar por el culo sin ambages ni disimulos y cuando la indignación ha subido el nivel hasta lo peligroso, intervengo.

-Doña Matilde, por favor que le va a subir el azúcar. Ya sabe que  dijo el médico que no debería  enfadarse ni estresarse. Mire que se la apago.

-Como para no subirme el azúcar. Panda de inútiles. Panda de bien pagaos, de ladrones y mentecatos que son. Los daba yo una patada en mitad del culo por melones.

-Doña, se la apago…

Hago como que me enfado.

-Mejor, apágala y vamos a por la lubina. Sírvete tú un buen trozo que pareces un fideo con ese cuerpillo escuálido que tienes. Anda, hija, apaga a esos cabrones que son todos hijos de facciosos.

Porque doña Matilde, a pesar de su buena posición,  tiene la boca  un tanto sucia. Que ya se moderó bastante mientras duró el  matrimonio  fue más de lo que ella hubiera querido, treinta y nueve años, dice.

-Treinta y nueve pesadillas, con sus trescientas sesenta y cinco pesadillitas. ¿Tú sabes lo que eso supone? aguantar a un viejo estirado y simple durante  casi cuarenta años, Luisa. Supone mucho, mucha rabia masticada, mucha impotencia callada. Ahora que me desquité, vaya que me desquite. Me quedé viuda con cincuenta y ocho años, aun guapa y de buen ver. La de viajes, la de bailoteos, hasta más de un novio que tuve hasta que la artritis, la vejera y sobre todo el drama de mi chico me retiraron.

-Raro es que no volviera a casarse-

Intenté desviar de nuevo la conversación por veredas más amables.

-Casarme no, eso ni se me ocurrió. Ni loca que fuera, con lo que llevaba aguantado a  Elías como para repetir. Pero me solté la melena y viví veinte años de puta madre, Luisa, hija, de putísima madre, te lo aseguro.

Luego pasaba a relatarme sus muchos viajes, sus bailes nocturnos en el Círculo de Bellas Artes, donde se celebraban fiestas de disfraces y de Nochevieja con el empaque de unos tiempos en que no había apreturas. Y los devaneos por salas de salsa caribeña que adoraba bailar y a fe que lo hacía bien, porque momentos  hubo que presencié cuando se arrancaba con un ballenato o una cumbia.

Con eso pasábamos la comida y la hora de recoger la cocina. A las tres, la dejaba en su sofá meciéndose con la solanada que le acariciaba la nuca y ella adoraba: “gírame para que el sol me llegue a la cabeza, Luisa, que así me entra energía  en el cerebro aunque no baje a las piernas, hija y pon a Liszt en el musiquero que hoy tengo la tarde de Liszt”. O de Beethoven, o las operas que adoraba…

Marcho dejándola arropadita y acicalada por un sueño que la vela el entendimiento hasta que la tarde cae y se toma la leche con el batido de fruta  luego, dice que  camina  a pasitos lentos hacia la cama. Según me cuenta, tiene noches que no soporta la televisión y busca películas antiguas para recrear recuerdos o se ata a algún libro, cada vez menos porque los  ojos pierden  visión a paso de gigante.

-Cuando me quede ciega pido la eutanasia. Lo tengo decidido, Luisa.

-Pero que barbaridades dice, doña Matilde. La eutanasia no se puede pedir porque es ilegal. Mejor irnos cuando dios nos llame.

-Pareces boba. La han legalizado y a mí dios no me va a llamar porque se olvida de las viejas gruñonas. Yo pido la eutanasia y me la haces tú, que las siesas se negarán, seguro. Como son tan fachosas, se negarán.

-A mí no me ponga en esos compromisos por favor. Ay madre, la eutanasia, dice. Qué cosas tiene usted doña Matilde…

Luego continua el rato vituperando hasta que la  repito lo del  azúcar que  malamente soportaría tanta discordia, se dispararía y tendríamos un disgusto hasta no hacer falta la eutanasia.

-Pues mejor, eso que me ahorro…

Hay días que se excita, no como hoy, que parece un pajarito dormitando en el sofá mientras la música la mece.  Cuando se irrita o la inquietud la mantiene en vilo, debo  dilatar mi marcha por el miedo a que pase algo. Y no tengo  tiempo sobrante, reconozco que tocante a la salida me enfurece no cumplir el horario. Hoy menos mal que está aplacada y tranquila, podré marchar en hora sin mayor incordio.

Además, para que negarlo, en el viaje de vuelta hay algo especial que yo espero como el regalo diario. Un retraso en el metro de las 15,30 sería fatal, perdería un día el regodeo que compensa las prisas, los pies hinchados y el cansancio que trasporto de un día para otro encadenando una existencia gris y sin sobresaltos más que los que se producen  en los viajes.

 

¿Llegaría hoy a tiempo? ¿Me miraría con la misma curiosa complacencia que otros días? ¿Vería el cambio en mi pelo? ¿Entendería que mi vestido  tiene  el fin de agradarle?

Había abandonado los vaqueros y las turbias camisetas para vestirme de mujer, tal que suele decir  mi hermano. “Coño, Luisa, ¿qué haces vestida de mujer,  lo mismo tenemos un novio por ahí esperándote, que ya sería hora, chica?”

Yo solapaba sus comentarios con gesto adusto pero me confesaba con inquietud,  que desde que comenzó el requiebro silencioso de los viajes, yo había cambiado.

Había cambiado de peinado, cuidando las guedejas ralas con mascarillas abrillantadoras y un corte favorecedor. Decoraba  los mediodías mis pestañas con un rímel y sombra ahumada para dar oscuridad a unos ojos saltones sin mayor atractivo. Pintaba mis labios, al principio con un brillo discreto, hasta desperezarme con el rojo furioso que encendía mi tez aceitunada y daba luz a los pómulos con polvos sueltos comprados en el supermercado. Calzaba zapato, guardando las playeras con las que caminaba al paso de doña Matilde en la repleta mochila, que tuvieron que compartir espacio con los plátanos y los tupers, que un día se derramaron las lentejas que contenían y me estropearon las sandalias del verano. Y medias. El día que recogí las medias para ponérmelas y no los gruesos leotardos que evitaban el frío, me di cuenta que esto había pasado a mayores.

A mayores hasta el punto de producirme el sobrecogimiento conforme avanzaba el reloj y subía las  manecillas en busca de las tres de la tarde. Notaba el aleteo nervioso en mi estomago y un cierto palpitar acelerado en el pecho. No es que yo diera demasiadas vueltas a los encuentros. Ni que esperara dispendios mayores de los que durante meses estábamos compartiendo. Pero me bastaban para iluminar la grisura de los días, iguales unos a otros, esclavos de la supervivencia para hacerlos multicolores y plegarme una tibia esperanza o al menos dar un sonido de cascabeles a la taciturna melancolía que suponía vivir en el extrarradio, tener un trabajo de mierda después de haber estado años en el paro sin más esperanza de retomar mi profesión, y volver cada día a la casa materna de la que salí hace quince años sin esperar  regresar en la vida.

Las cosas se torcieron y me  dejaron ensimismada durante un tiempo. Luego desprotegida y con el galanteo del desastre. Hasta darme cuenta de que no volverían los tiempos de mi trabajo en la empresa, de mantener la contabilidad al minuto y ser una eficiente  gestora de recepción además de organizadora de tareas y secretaria a ratos. Salimos despedidas la mitad de la plantilla,  pensando que sería cuestión de tiempo hasta que nos dimos cuenta de que la vida se volteó y no quedaban  demasiadas salidas.

La precariedad me envolvió como un celofán. El buscar lo que sea y abandonar mi piso para no ser desahuciada como le había pasado a gente conocida.  Más tarde  claudiqué volviendo a la casa familiar.  Me derroté ante la realidad de que tenía o demasiados años o poca formación, o demasiada, o no eran lo que buscaban. Me engañaba y entendí que jamás volverían los buenos tiempos por lo  que busqué  cuidar a viejas. Dejé de buscar un trabajo acorde a mi formación, mis conocimientos de idiomas, de lenguajes informáticos, de marketing, de relaciones públicas… Claudiqué y me conformé con doña Matilde y unos cuantos trabajos más del estilo, esporádicos, que completaban un sueldo suficiente para soñar con volver algún día a la libertad de vivir mi vida sin el castigo de la promiscuidad familiar. Que no es que estuviera mal, que no. Es que mi tiempo en soledad se acabó. Mi organizada vida laboral y mis ratos de ocio con las compañeras y amigas de estudios se había terminado no tanto por abandono del exterior como por mi desafección. Mirarme en el espejo de las vidas ajenas me producía dolor, o una humillante controversia que laceraba, por lo que renuncié a ver a la gente con la que acostumbraba a estar.

Por eso, ahora solo me quedan estos viajes que se han convertido en un ensueño cotidiano. Sé que mi tiempo de realidades ha pasado por lo que pienso que el refugio de los sueños no está  mal. He cumplido los cuarenta y cinco,  jamás destaqué ni por guapa ni por nada, además de que  ahora llevo encima la constancia de los fracasos encadenados a mi persona. Por tanto, solo resta soñar y devolver con una sonrisa la mirada simpática que él me lanza nada más siente mi presencia en el metro. Son citas tácitas, un compromiso liviano que dura cuarenta y cinco minutos, justo hasta que me bajo en mi estación. Me despide con sus ojos oscuros siguiendo mis pasos escaleras arriba, y lo sé porque de vez en cuando no puedo evitar volverme para decirle adiós con la mirada, que le sueño y que mañana volveremos a cruzar los subsuelos ciudadanos soñando un poco. Y me consuela la vida. Ya sé que es poco, poco y banal, pero he ido construyendo un pequeña historia basada en estos viajes que amparan la soledad y la realidad que me visita al levantarme.

Él no es guapo. Lo que se entiende por guapo, que no. Alto sí. Desgarbado, tanto que al andar parece que se le deshilacha el cuerpo y  se descompone. El pelo enmarañado y sin peinar, aunque observo que en los últimos tiempos, él también se cuida más. Incluso parece que se corta con cierta frecuencia. Los ojos son de un color indefinido, entre marrones claros o negruzcos como limacos. Cuando entra parece somnoliento y cansado pero cuando esboza la sonrisa es como si el vagón se iluminara. La boca no muy gruesa se la enmarca un paréntesis de arrugas en ambos lados, con pómulo marcado por delgadez. Es una  boca  bonita. Boca para besar y ser besada, para proferir de forma inabarcable palabras y palabras en largas conversaciones a la luz de las velas. Las manos, costrosas y trabajadas, pero hermosas en su desaliño. Fuertes, manos que rasparan al acariciar pero sujetan con fuerza ante los descalabros.

No sé cómo se llama ni de donde es, como vive ni si tiene familia. No sabemos nada el uno del otro, como dos náufragos en la gran ciudad que se cruzan todas las tardes en un vagón de metro, que nos buscamos con los ojos, que esperamos la hora con fruición quizá porque es el único incidente reseñable en vidas desgajadas. A veces trae un libro, al principio sobre todo, lo abría y sus ojos se sumergían por las hojas mientras yo le contemplaba. Ahora ya no. De vez en cuando mira al móvil, hace que lee, vuelve a enderezar la cabeza, torna los ojos a mí que me encuentra contemplándole y avergonzada volteo la cabeza no sea que piense…

Ya me desperecé el apuro. Que piense lo que quiera. Porque este extraño ha decorado mis días con los  jeribeques de una ilusión tardía. Paso la mañana alegre esperando el retorno y verle. Luego, cuando nos apeamos, yo antes, él sigue hasta no sé donde porque nunca me he atrevido a seguir, llevo conmigo la sensación de que no ando sola, que él y sus ojos me acompañan, que nada malo puede pasarme porque con sus manos derribaría el muro de los inconvenientes y su boca susurraría palabras dulces que calmarían miedos e incertidumbres.

Jamás hemos hablado. Son meses de miradas, de sueños encendidos y de compañía imaginada. Ninguno de los dos ha dado pasos de más acercamiento. Ninguno de los dos ha querido romper la distancia que nos hace felices. Temo, a veces, que pierda su trabajo, o lo cambien de ruta. O yo…y entonces se acabe el juego de miradas, de ese dialogo silente que emprenden nuestros ojos en el viejo vagón del metro de Madrid. Temo que la ciudad nos engulla y nos desaparezca porque si eso ocurre ¿Qué haremos con los sueños y con las infaustas esperanzas levantadas por ellos? ¿Qué será de nuestras vidas si esta pequeña luz que encendemos a las tres treinta de lunes a viernes, se nos apagara y con ella tuviéramos que aparcar la somera ilusión de algún día combinar las vidas y caminar juntos?

No lo sé y tampoco me importa, tan solo disfruto de  esta media hora en que cruzamos de punta a punta una ciudad que nos tiene olvidados. Y luego ya me quedan los sueños con los que alfombro la existencia plena de grisura y vacío.

Quizá algún día nos atrevamos a dar el paso de hablarnos, presentarnos y decirnos los nombres. Quizá nos atrevamos a contarnos la vida y dejar de ser solo un sueño, pero me temo que se fundiría la esperanza que concibo cada día al verle. Es un riesgo tan alto y me queda tan poco, que no quiero asumirlo.

Fin.

María Toca Cañedo©

 

Sobre Maria Toca 1675 artículos
Escritora. Diplomada en Nutrición Humana por la Universidad de Cádiz. Diplomada en Medicina Tradicional China por el Real Centro Universitario María Cristina. Coordinadora de #LaPajarera. Articulista. Poeta

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