Las vidas de quienes nos precedieron o las de nuestros contemporáneos, esas vidas por las que tenemos curiosidad como individuos o como historiadores, no nos son algo ajeno. No nos deben ser ajenas.
Bien mirado, ese ser del que poco o mucho sabemos o creemos saber es parte nuestra, incluso parte interna.
No somos seres aislados, ya lo sabemos. No somos Robinsones, capaces cada uno de valerse por sí mismo para reedificar separadamente la sociedad, la sociedad de uno solo.
Son nuestros mayores con sus lenguas, saberes, normas, valores, creencias y tradiciones quienes nos socializan.
Sus enseñanzas explícitas o implícitas nos hacen integrarnos.
Literalmente nos integran en un marco de percepción y acción, gracias al cual aprendemos esas lenguas, saberes, normas, valores, creencias y tradiciones.
Y todo ello ocurre siempre en contexto, en una época y en una sociedad determinada.
Esto es, el aprendizaje siempre tiene fecha y lugar, un proceso que dura toda la vida de cada uno y que se da en los distintos lugares que habita o frecuenta.
Dicho de otro modo, esos mayores, que cargan con la herencia material e inmaterial de sus antepasados, nos hacen miembros de una cultura concreta y nos inculcan un sentido común específico.
Son una cultura y un sentido común que, de entrada, desconocemos y que, por ello, nos son extraños: están definidos y formados de antemano.
La cultura es el repertorio completo de recursos materiales e inmateriales que resultan colectivos y propios en un tiempo determinado.
El sentido común es el conjunto de evidencias que compartimos con los contemporáneos y sobre las que no solemos discutir, justamente al darlas por obvias.
Dentro de esos marcos de pensamiento, sentimiento y realización que compartimos con nuestros coetáneos, los individuos formamos, agrandamos o achicamos nuestro interior.
Formamos nuestras capacidades racionales y emocionales según los nutrientes culturales que nos enriquecen y según las circunstancias externas que facilitan u obstaculizan.
El resultado es un proceso que sólo interrumpe la muerte o una discapacidad de discernimiento.
Y ese proceso —ese resultado— creciente y contradictorio es lo que nos singulariza, lo que nos diferencia de los otros, esos otros que, paradójicamente, tanto se nos parecen.
No somos autómatas ni estamos únicamente determinados por nuestro entorno y contexto. Tenemos libre albedrío, raciocinio y criterio moral y, por ello mismo, tenemos capacidad relativa para disentir.
Eso significa que tenemos posibilidades, por pequeñas que sean, de apartarnos de la cultura de nuestros mayores y de nuestros contemporáneos, y tenemos posibilidades de distanciarnos del sentido común, de lo obvio o de lo que los demás juzgan natural, normal o fundamental.
Pero que tengamos esas posibilidades, amplias o estrechísimas, de disentir o de desmentir, no significa que lo proclamemos.
Buena parte de la vida se nos consume en silencio, sin revelar nuestro interior, o con un alud de palabras o gestos que ocultan nuestras verdaderas intenciones.
Ese interior está repleto de percepciones, fantasías, sentimientos, conjeturas, análisis, etcétera, que no son transparentes, que no siempre son evidentes para los demás.
¿Qué significa esto?
Significa que si alguien, un tercero, pretendiera observar y averiguar el significado de lo que piensa y de lo que hace otro individuo, con frecuencia ello le resultaría difícil.
¿Por qué?
Porque cada uno, en mayor o menor medida, no es transparente, ni siquiera para los más próximos.
O, al menos, tiene siempre zonas de sombra que incluso el propio ser ignora. Más aún, para quienes observan desde el exterior.
Por ello, aunque no solemos salirnos de la cultura y del sentido común que con nuestros contemporáneos compartimos, cada individuo es en parte un enigma.
Mentalmente nos apartamos de lo obvio o de la norma más de lo que nos gustaría admitir.
Nos sorprenderíamos y los restantes se sorprenderían si se hicieran públicos nuestros pensamientos o sentimientos, si se revelaran siempre nuestras ideas más lógicas o más locas.
Kant decía que la hipocresía es necesaria para la constitución de la sociedad y de las relaciones entre sus miembros.
El ser moral —admite— también es un ser aparente: conveniente para uno mismo y para los demás.
La vida sería invivible y la sociedad imposible si todo lo que pensamos y hacemos fuera transparente.
Como tal cosa no suele ocurrir y felizmente no ocurre, descifrar lo que piensa o hace o siente otra persona es, con frecuencia, tarea ardua.
Captamos las intenciones del otro, el significado que le da a sus acciones, cuando dicho individuo actúa en un marco bien reglado y normativo, un espacio institucional con normas.
Entonces, las expectativas que tenemos de dicha persona suelen cumplirse, justamente porque ese sujeto se atiene a las reglas o lo acostumbrado.
Ahora bien, incluso en lugares con reglamentos explícitos, hay sorpresas: personas, todas las personas, que frecuentemente o no desmienten lo que de ellas se espera.
Por ello, individuos que nos resultan próximos y conocidos o muy conocidos acaban siendo un enigma (aunque sea menor) y nuestra observación, si se mantiene, acaba siendo una pesquisa.
En cualquier caso, si somos contemporáneos de dicha persona, siempre podremos interpelarla, entrevistarla, interrogarla sobre su extraño, indescifrable o imprevisto comportamiento.
No sabemos qué nos dirá, no sabemos si se mentirá o nos mentirá, no sabemos cuál será su transparencia o hermetismo.
Pero en el peor de los casos, la averiguación es posible. Simplemente porque esa persona está viva y nos es accesible.
Por lo común, los historiadores nos ocupamos de seres que no nos son directamente accesibles, seres remotos o recientes, pero a los que no podemos interpelar, entrevistar o interrogar.
Existe la historia del tiempo presente y existen los testigos vivos de hechos pasados.
A esas personas sí que podemos acceder: y ello al margen de la información y veracidad de sus respuestas o relatos.
¿Pero qué ocurre normalmente con los sujetos históricos ya desparecidos, de los que como mucho quedan restos o documentos siempre parciales y siempre dudosos?
Esos sujetos históricos han podido dejar poca huella, con lo que nos resultan opacos, prácticamente inabordables. O han podido dejar un relato favorecedor o una imagen con retoques.
El historiador que acceda a ese relato o a esa imagen debe proceder con cautela analítica y debe someter la información, escasa o abundante, a contrastes y verificaciones.
Repito. Muchas veces, los antepasados y sus intenciones nos resultan crípticas e inabordables. Al menos en parte.
Nos resultan casi opacos, de conductas a veces insólitas o que obran de acuerdo con razones o motivos extraños o ajenos a su propio tiempo y al del historiador.
Es decir, hay individuos del pasado y ello se da especialmente entre creadores, artistas, etcétera, que son extraños a sus contemporáneos por saltarse la cultura y el sentido común del momento.
Es posible que eso mismo los haga aún más indescifrables para quien investigue, por ejemplo, tiempo después.
Es evidente, que los historiadores pueden desentrañar el marco perceptivo, los valores y las reglas que siguen normalmente los individuos de una época.
Pero no es menos evidente que los seres humanos no somos meras réplicas o autómatas cuyos pensamientos y actos vienen sólo definidos por su contexto compartido.
No es raro que seamos o actuemos de forma rebelde, díscola, simplemente contraria. Por un lado somos predecibles; por otro somos imprevisibles.
Ello significa que estudiar a un sujeto histórico exige conocer su contexto y su cultura, sí; pero ambos elementos, con ser necesarios, no son suficientes.
Los individuos locos, creadores o contrarios a su tiempo (o a la corriente) con frecuencia niegan lo que de ellos se espera, se muestran incoherentes o extravagantes o excéntricos.
O sencillamente se expresan y actúan de grado o por fuerza de un modo insólito.
Por tanto, el historiador que observe a este o a aquel individuo, por pequeño y sumiso que sea, no puede reducirlo a mero producto de su época.
Debe buscar y hallar lo que lo hermana a sus contemporáneos y debe buscar y hallar aquello que lo singulariza, aquello que lo diferencia de sus coetáneos.
Insisto: por pequeño que sea
Justo Serna
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