Que la pluma sea más poderosa que la espada, genera consecuencias inevitables. La primera es comprender, aceptar y entender que muchas veces esto es así y por más que a priori, no existan correspondencias, escribir con argumentos sólidos y dejarlos correr en el espacio público, es más peligroso (tanto para el que escribe para como los que leen) que tener a disposición un ejército de hombres y mujeres con el monopolio de la fuerza armada. Supongamos por un instante que cierta persona, propone bajo palabras fundamentadas, en un contexto social predispuesto a escuchar “mentiras nuevas”, el cambio, la modificación sustancial de la organización del sistema político, social, por ende, las maneras y formas, de vinculación económica, religiosa, educacional y de todas las índoles en que se subdivide la experiencia de lo humano. Tal pluma no podría, expresar tal proyecto, de una forma clara, precisa y meridiana. No sería adecuado que manifestara tal empresa, tal cometido, bajo frases cortas, sucintas y sintéticas de forma tal de que sus postulados, fueran consumidos como si fuesen una hamburguesa o un refresco. No le darían la posibilidad tampoco. Ante la primera lectura, fácil, sencilla, lineal, se transformaría en víctima de los cancerberos, de los pretorianos, del sistema, al que pretende mejorar, y qué le respondería, enviándoles las respuestas más duras y menos razonadas ante tamaña afrenta. Correría peligro su vida, su integridad física, como la de los suyos, en el mejor de los casos, le tenderían mil y un obstáculos, jurídicos-legales que entorpecerían su finalidad. Quedaría expuesto al sinfín de autómatas del sistema, robots sin alma, sin razón y a sueldo que lo acosarían en redes sociales, en espacios virtuales y en donde exponga sus pensamientos y proyectos, tendría una cantidad inusitada de “odiadores” que por el sólo hecho de proponerse semejante cometido, apuntarían contra el objetivo, como si fuese una presa a eliminar en un coto de caza rodeado de gradas, de tribunas, de aforos, con millones de seguidores, de aplaudidores, encantados por presenciar la faena de quiénes se la agarran contra el “utópico”, el raro, el diferente.
El imaginario personaje que tenga como propósito un cambio teórico, para cumplimentarlo en la práctica, debe ser responsable del poder de su pluma y ser consciente que sus expresiones deben ser siempre, interpretables y ambiguas. Podrá escoger diversas maneras, pero en el ámbito de lo escrito, seguramente, deberá echar mano, a párrafos largos, a oraciones interminables, a giros que parezcan que no dicen nada, pero que lo manifiestan todo.
Una pluma de estas características, tendrá que imponerse en su propia narrativa, la oscuridad de su prosa,el ida y vuelta cansador de argumentos, citas e impresiones que lo hagan ver cómo elitista confuso, poco claro y escasamente preciso.
Tendrá por supuesto, la carga de ser rechazado, una y otra vez, por las fuerzas ciegas de las estructuras que lo querrán modificar, que lo catalogarán cómo poco útil, hermético, abstracto; mascarón de proa de una embarcación que no sepa ni pretenda arribar a costa alguna establecida.
Un ser que plantee con palabras una táctica de estas dimensiones, contará con un margen de error tan estrecho que deberá trabajar tanto su adentro, su yo interno, para no caer en las trampas que le surgirán segundo a segundo, en su pretensión apoteótica.
Administrar la contradicción natural y lógica, de proyectar un cambio y seguir perteneciendo a lo que se busca cambiar, puede sonar épico, romántico y hasta un camino de leyenda. Sin embargo el llevarlo a cabo, el construir tal sendero en el desconcierto de la intemperie con los otros siempre dispuestos a indicarle que esa no es la forma, ni el camino y que debe volver tras sus pasos o dejar de hacer lo que está haciendo, no es para pocos y por tanto, tampoco algo de todos los días.
Independientemente de que lo consiga en lo imposible de la propuesta habla más de nosotros en cuánto a cómo reaccionamos ante estos fenómenos.
No podemos, no debemos ser cómplices de un sistema que tenga como respuesta única, maquinal y automatizada, reprimir, excluir, rechazar in limine, o lo que es peor, mandar a perseguir, a acosar o pretender destruir a los que propongan desde la pluma algo mejor de lo que tenemos como producto de lo humano.
Mucho menos por omisión hacer de cuenta que no nos están diciendo nada, dejar pasar, como sí fuese un viento, una ráfaga o una marejada, un compendio de propuestas que nos hablan de lo que estamos realizando en nuestra condición de seres en esta tierra.
Pretender que el sujeto que nos habla en código, cambie su manera de expresarse, indicarle incluso de que maneras, o formas, lograría ser más “escuchado”, “publicado”, tenido en cuenta, referenciado o sacralizado por el sistema, o régimen, que se propone cambiar o modificar para mejor, es sencillamente, una afrenta, una provocación, una agresión camuflada que para mal de males, logrará lo contrario.
Las palabras tienen la finalidad natural de esconder las pretensiones. Los deseos, son por definición, inconfesables.
Encontrarnos de tanto en tanto con quiénes nos propongan la inconmensurable tarea de enfrentarnos con todo lo que no somos, con las faltas y carencias con las que hemos venido, atravesados, es de una fortuna tan grande que no debemos desaprovecharla, con la excusa de nuestros miedos y temores.
El desafío de no reaccionar humanamente ante lo que propone otro hablará de nuestros valores y del estado de nuestra condición.
Somos palabras, hagamos uso de las mismas, de lo contrario nos quedará solamente la espada y para ella lo único que tiene sentido, lo único a lo que refiere, es a la cantidad, que corta, despedaza, secciona, mutila, destroza y mata.
La vida es la experiencia de lo expresado, sus códigos y codificaciones, las formas, las maneras de vivenciarlo. Mientras más tengamos y fomentemos, más libres seremos y mientras menos, más reducidos y opresivos serán los senderos que inevitablemente nos llevarán a la sinrazón de hacer uso de la fuerza, de una espada, o de la mano, no ya para que escriba, sino para que golpee y maté, por temor a darnos la chance de vivir, sensatamente, como humanos.
Por Francisco Tomás González Cabañas.
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