Por exigencia de un relato recordaba ayer bibliotecas de amigos y conocidos. En todas hay pequeños objetos sembrados a voleo entre los libros. Para nombrarlos tenemos en préstamo el término franchute bibelot, pero si os parece cursi decimos fruslerías y a otra cosa. Pues bien, raramente la fruslería tiene relación manifiesta con las temáticas o autores que acompaña, parecen estar allí al albur de un capricho. Alguien lo llamará «el síndrome del hueco en el estante». Yo no diría tanto. Las bibliotecas son sistemas vivos en continua expansión. Bien puede ser que la graciosa figurita de un burgomaestre comprada en Baviera se emplazara junto a Goethe y, por azares de la lectura, acabe, horrorizada, semivelando un título de Cortázar. Aunque muy improbable, tampoco descartemos por completo que, siendo habitantes de un universo literario, esos objetos cobren vida por la noche. Quién sabe si ese dragón de tus años infantiles no cayó en la tentación de abandonar la tierra media para situarse bajo el volcán. Nunca he oído: «quedaría de maravilla en mi estante de autores franceses». Para mí la lectura es pasión, y el conjunto de libros que me rodea una expresión de quién soy tan única como la huella digital. Defiendo que ese impulso por colocar un objeto concreto en una u otra balda forme parte del mismo arrebato, ahí está el vínculo. Aun cuando parece casualidad o pereza desde el fondo una querencia muy íntima saluda con la manita. A menudo vemos fotos de escritores ante su pared de libros, es el croma oficial del literato. Mirad con detalle los ninguneados bibelots. A menudo se pregunta a los escritores por influencias y lecturas, tal vez sacaríamos mucho en claro preguntando por sus fruslerías. Ese asunto lo tenemos pendiente.
Texto.Roberto H. Rodriguez.
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