Plop era una mujer pequeña como una gota de agua que vivió los años franceses de Cortázar, bebió nescafés con él y cruzó de noche, tiritando y descalza, el pasillo que llevaba al baño compartido con otros inquilinos en su apartamento de París. Siempre imaginé esos años de la pareja como la de dos gatos vagabundos, un capítulo feliz de una vida que después se hizo larga y que vivió a solas, cuando él dejó de quererla, con la enorme dignidad del soldado que pierde y debe cargar a cuestas con la derrota. Unos convierten el fracaso, los finales, en saco de huesos que atormentan la espalda y te sacan chepa, arrugas, que te agrian la voz y cada momento hermoso que tienes ocasión de vivir y dejas pasar de largo. Otros, como Plop, saben hacerse una bufanda suave con los adioses no deseados. No pudo evitar que él dejara de amarla, pero no permitió que lo que ella sentía perdiera la esencia de aquella vida en común, de gatos felices, que compartieron en busca de la Maga.
Patricia Esteban Erlés
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