Te peinaré siempre que tú me lo pidas, le decía la gemela fea a la gemela guapa, asumiendo su papel de pequeña doncella condenada a las sombras. A la gemela guapa le gustaba escuchar cerca la respiración perruna de su hermana, saberla despierta en la oscuridad las noches de tormenta en que velaba su sueño. Te prohíbo dormir, le decía, no te duermas antes que yo, y si viene el monstruo, tiene que comerte a ti primero. La gemela fea agitaba la cabeza. Obedecía y aguantaba la respiración, le anudaba el lazo del vestido, lustraba sus zapatos blancos de charol, cualquier cosa que ella le pidiera era una orden, el deseo irrevocable de un ser perfecto, de esa versión ideal de sí misma, la que estuvo a punto de ser y no fue. La gemela fea continuó peinándola cada noche, alisando cada mechón de su cabello una y cien veces ante el espejo, aunque la gemela guapa llorara bajito y le dijera que ya no, que por favor ya no. Sorda, como la lealtad de un perro que ni muerto deja de amarte.
(Imagen de las dos muñecas victorianas y gemelas que salieron a darse una vuelta por London y cogieron el metro para espanto de pasajeros y otros seres).
Patricia Esteban Erlés
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