El Beher Gibraltar es un restaurante al uso de los muchos que hay en la roca. Bien decorado y discreto, ofrecía una carta con comida española e inglesa, aunque en su carta había despreciado olímpicamente el castellano. En cualquier caso, se podía hablar en el tono moderado como en todos los locales ingleses que ya era mucho. Pedimos mariscos y pescado al horno, regado todo con una botella de cabernet sauvignon que nos recomendó un maître ceremonioso hasta el extremo.
La preguntas de Fatine flotaban en el aire y debía de darles respuesta.
–A lo primero te contestaré, que Aitor y su empresa lo han decidido así. No sé si será mucho más dinero del que esperabas como dices, de lo que no me cabe duda es que la cosa entraña sus peligros, y ellos lo deben saber. Confían plenamente en mí, y por supuesto también en tu conocimiento sobre el terreno y las gentes de Marruecos.
Esperaba que se arredrase frente a mis palabras y al peligro de la entrega, pero permaneció impasible, tal vez por ignorancia de a lo que podíamos enfrentarnos, acaso porque confiaba también en mí hasta el punto de saberse a salvo, o quizás, y esto me asustaba incluso más que la misión, porque me amaba demasiado.
–A la segunda la respuesta es muy simple: negocios son negocios. Este dinero es tuyo. Es un seguro de jubilación a tu nombre. Estar o no en la cuenta contigo no habría cambiado nada. Jamás habría hecho uso de ni un solo euro. Mi economía está bastante saneada. No suelo trabajar mucho Fatine; una o dos operaciones al año y muy bien pagadas. Si surgen bien, y sino también. Los que me quieren saben que mi precio es alto y dónde encontrarme.
–Eso te hace todavía más deseable, dímelo a mí.
Elegí para sentarnos un sitio al fondo del local, en un rinconcito acogedor. Me acomodé como siempre con la espalda en la pared y de frente a la puerta. Frente a mí y de espaldas al local estaba Fatine, bella y morena, con un gesto de ternura tan dulce y tan cautivadora, que apenas me di cuenta de que se había desabrochado el pareo y me insinuaba sus pechos semiesféricos y plenos. Ahora su mirada destilaba otra actitud. Pasó de la dulzura a lo libidinoso y me preguntó.
–¿Y ahora cuál es el plan?
–Volveremos al puerto y a España, es casi ya la hora, y en La Línea tengo una maravillosa suite de lujo, como tú te mereces en el Hotel Campo de Gibraltar. Creo que te gustará. Mañana iremos a Algeciras. Quiero cerciorarme de que un guardia está en la frontera, para evitar problemas con el coche. Luego y tras cruzar el Estrecho vendrá lo interesante. Esta tarde necesitaré de ti algún pequeño trabajo. Tienes que reservar habitaciones en una lista de sitios que luego te daré. Necesitamos lugares muy discretos y pobres. Tendremos que pasar por mochileros. Seguramente en esa ruta nos van a buscar menos, aunque no me fío.
–Pero con tu coche no va a colar.
–Mi coche se queda en el parking del hotel. Mañana alquilaremos un utilitario.
–Contigo da gusto. Lo tienes siempre todo previsto.
Mientras hablaba se abrió un poco más el pareo hasta dejar al descubierto su seno derecho totalmente. Con la cuchara llena de helado de chocolate untó su pezón, que al contacto con el frío se convirtió en una pequeña cima coronando una montaña suave nevada de marrón.
–¿Qué hacer frente a este imprevisto policía? –Me dijo burlona.
Rodee la mesa, acerqué mi cara hasta su pecho y con la lengua recorrí la mancha helada hasta hacerla desaparecer del todo. Aquella cima bien apretada, se mantenía recogida sobre sí misma, pero ahora a otra temperatura con la calidez de mi boca.
–Ya no mancharás el pareo de chocolate. Pido la cuenta y nos vamos.
Hizo el viaje de vuelta abrazada a mí y junto a Pachón, que al timón, miraba de vez en cuando las cajas de tabaco que ocupaban el fondo de la embarcación escaleras abajo.
Éramos cómplices de contrabando. ¿Quién lo iba a decir?
Victor Gonzalez
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