Todos nos morimos varias veces a lo largo de nuestra vida. Como vivo en una tablet desde hace tres años y medio, escribo casi tumbado en el sofá donde otros ven el programa de Ana Rosa. La pata de palo me obliga a eludir el ámbito natural de un cuarto, un ordenador y unos libros que tanta compañía me hicieron, y a fiarme de la memoria.
Pero creo que fueron tres veces las que se murió Antonio Machado. La última y definitiva, en Colliure donde quedó su ajetreada horizontalidad. Pero antes hubo otras dos muertes, que yo recuerde. Una en Soria, un pueblo de 7.000 habitantes que eligió Dios sabe por qué, (él dice que para huir de los hermanos Álvarez Quintero) pero que le sentaba como a un cristo dos pistolas. Porque como todos los vagos (y Machado -aparte de Abel Martín y Juan de Mairena– fue fundamentalmente vago), era muy juerguista. Adoraba el Madrid nocturno y se habría quedado en las noches de Madrid toda la vida.
Algo así le pasaba a un compañero mío en la ciudad rubia donde yo fui feliz un día. Heredero de dos dehesas en Extremadura, hijo único, y tan vago que se aproximaba a los 30 años y si alguna vez le apremiábamos para que estudiase un poquitín y pasase al menos de primero de Derecho, él contestaba acudiendo a su inmensa herencia de millones de duros: unos se lo beben, otros se lo fuman, yo me lo “eztudio”, decía el mozo extremeño. Con el tiempo cayó en mis manos un periódico y no me sorprendí nada al ver su nombre entre los diputados por el PSOE en la Carrera de San Jerónimo.
Antonio Machado quiso morirse la primera vez en Soria, como digo. Allí estaba porque, una vez acabado el bachillerato a los 22 años y su familia rota por las distancias y el hambre, no tuvo más remedio que hacerse profesor de francés. No creo que fuese un buen profesor de francés. Me pasa como con Gerardo Diego, a quien traté y conocí lo suficiente como para saber que tenía un carácter oscilante: los alumnos a quien yo pregunté no se pusieron de acuerdo, unos decían que muy bueno, otros que el peor.
En Soria escribió Antonio Machado su segundo libro “Campos de Castilla”. Él ya pensaba morirse de tristeza, pero le dio la puntilla la editorial que le engañó: pactó pagarle 600 pesetas y sólo le pagó 300. Así que un editor casi lo mata y el éxito del libro (en una España con un 40 por ciento de analfabetos) le salvó. Por el editor perdió la fe, la gente le volvió a la vida.
Es muy oscura su segunda muerte, aunque también fue por tristeza. Aquí no hay mano de un editor por medio, él mismo planeó su suicidio y al único que se lo comunicó y del único que se despidió fue de Juan Ramón Jiménez.
Pasan los años, pasa la literatura, pasa todo, y todo cambia. Ahora mientras me alumbro con la lámpara de más de cincuenta años escribiendo, me da en el hocico que aquí tuvieron la mejor mano las mujeres. Me refiero al oficio de editor. Porque pienso en Lara, por ejemplo, un bailarín de revista que después de hacerse un hombre en la Legión, decidió hacerse millonario con los libros de otros, aunque tuviera que ir con la pistola en la mano a quitarles el papel que necesitaba a quienes eran sus dueños. Cosas de haber ganado una guerra. A la Planeta de Lara sólo le movió el dinero. Hasta que llegó Beatriz de Moura (una mujer) e intentó añadir el talento.
(Y pienso en un librero que había en la calle más universitaria del mundo. Antes de cumplir yo 20 años editó dos poemarios míos, forró el escaparate con ellos y se forró un poquito. Miles de universitarios tenían que pasar por delante obligatoriamente y compraban por curiosidad o apego. El día que descubrió que daba mucho más dinero el negocio de los papeles pintados con que la moda cubría horrorosamente las paredes de todos los cuartos y salones de las casas, convirtió la librería en una tienda de papeles pintados. Y no vendió batas de guata para las mujeres porque le dio pereza).
Si alargamos un poco más los recuerdos, nos topamos con Esther Tusquets y su Lumen dichosa. Y si profundizamos un poco más en Tusquets, veremos que se vieron obligados a suspender definitivamente La Sonrisa Vertical cuando aquello se les cayó en la vulgaridad hombruna más espantosa. Será porque yo soy muy mujeriego (literariamente) pero creo que nadie para el erotismo -escrito o ejecutado- como la sabiduría femenina. Sin salir de La Sonrisa Vertical creo recordar que lo más excitable pertenece a Almudena Grandes, Ana Rossetti o Mercedes Abad.
Ahora a los hombres nos ha entrado el pánico de que un día de estos alguien nos pida cuentas por haber humillado a la mujer literaria. Por eso, deprisa y corriendo, apoyamos proyectos como sacar de la sombra a las mujeres de la Generación del 27. Y ahí tenemos a José Luis Ferris (este pasará a la historia de verdad), a Jairo García Jaramillo, a Pepa Merlo, a Tania Balló con su documental “Las sin sombrero”, o a los admirables Rafa Mora y Montxo Otero.
Pero nada sería posible sin otra mujer llamada Concha Méndez, que aparte de ser poeta, incitó a su marido Manuel Altolaguirre a montar una imprenta (La Verónica) no sólo para editar y dar a conocer a sus compañeros sino también a los de antes. Concha Méndez, editora e ignorada, no ganamos para pecados y deudas.
Ahora mismo estamos ante unas editoriales distintas. Ni se mueven por la ideología de Doncel (tengo que reconocer que fue más allá de editar a Giménez Caballero), ni se mueven por el negocio de Lara.
Lidia López e Isabel Miguel con LASTURA, son un ejemplo de amor a la pureza literaria. Han entendido que la literatura es emoción o no es nada. Menuda semana nos han dado.
Primero con Edith Checa y su “En el lecho de los presagios” que presentaron el miércoles. Si no lo digo, reviento: hay un antes y un después en mi precoz ancianidad con Edith Checa quien me dice que nos une la poesía y otra cosa, y se lleva su soledad a casa. A Edith los poemas se le desgranan sin saberlo, vive rodeada de abismos y de miedo, y cree firmemente que la poesía tiene cuerpo de hombre. Y se conforma: “alguien vendrá a buscarnos” dice, mientras más de veinte espejos se estremecen. A Edith hay que escucharla, empezando por Dios a quien pregunta casi gritando dónde está. Los motivos de Edith no se desmoronarán jamás.
El viernes LASTURA nos sirvió en bandeja a Laura Frost, otra andaluza que subió de Sevilla, con su “Los días entre ruinas”. En realidad Laura nos ofreció dos libros en uno. Porque la primera parte del libro (que ella llama “Malos tiempos para las hadas”) es claramente un poemario de amor. Un amor o una proposición de amor. O un amor que ella intenta sea a su medida. O un intento de salvar un amor del arrecife adonde se va derecho a estrellarse. No digo si es suficiente ella sola (“Me expreso como puedo, amor”) porque el libro habla por sí solo.
En la segunda parte (“El tiempo de los árboles”) la poeta Laura Frost sube de tamaño. Aquí aparece una dimensión nueva, apartada ya de la unigénita escritora de la primera parte del libro. En esta segunda entrega ella escribe una poesía más ancha, construyendo un universo menos monocorde y más existencialista. Hay algún intento o tentación de volver al tiempo perdido del comienzo, pero son abrumadoramente mayoría las veces que Laura Frots se abre y se ofrece distinta.
(Después de la poesía todos los crepúsculos se parecen. Pero es seguro que Lidia López e Isabel Miguel jamás cambiarán la literatura por la pornografía domiciliaria de los papeles pintados, o por un papelito con pom pom junto a Celia Gámez que está en los cielos con Serrano Súñer).
Valentín Martín.
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