Nada hacía presagiar la tragedia que se cernía aquel sábado primaveral sobre la bonita y cuidada ciudad de Oviedo, la “Vetusta” de “La Regenta”, con sus edificaciones nobles y singulares en piedra labrada.
Lucía, la bella farmacéutica de grandes ojos y sonrisa perpetua, paseaba junto a los Jardines de Campillino con sus dos hijos. Gracia, la mayor, iba unos pasos por delante correteando alegre. Carlitos, el menor, aún inseguro, se aferraba a la mano de su madre.
-Mira mamá que flores tan bonitas- dijo Gracia acercándose a oler una flor de un seto.
-¡Cuidado, Gracia! Primero hay que mirar dentro de ella, porque puede haber una avispa o una abeja libando, y llevarte un picotazo.- advirtió la mamá a la niña.
Gracia, precavida dio un paso hacia atrás. Pero no pudo hacer más, puesto que en ese instante, un ruido espantoso, algo así como si cientos de camiones con volquete descargasen a la vez toneladas de adoquines, hizo temblar el suelo. La estructura de cemento aluminoso de un edificio de varias plantas en una calle cercana, se había colapsado viniéndose abajo como un castillo de naipes. Casi en el acto, una densa nube de polvo lo cubrió todo.
Gracia, no pudo ver más. Sus ojos, su boca, su pelo, así como los árboles, acera y coches, se cubrieron de un tupido velo grisáceo de polvo tal que niebla seca se tratase. Apenas pudo decir: ¡mamá! El polvo había penetrado por su boca y nariz, y ahora lo que le apetecía era toser y toser para librarse de aquel polvo irrespirable que secaba su garganta.
Durante instantes el silencio solo fue roto por las toses de los viandantes; pero pasados los primeros momentos de angustioso silencio, comenzaron a oírse gritos angustiados solicitando socorro, e incrédulos de lo que había ocurrido:
-¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado? ¡Auxilio! ¡Mi hijo! ¡Salven a mi hijo! ¡Dios mío, que alguien avise a los bomberos! ¡Se ha hundido! ¡Se ha hundido todo el edificio! ¡Por el amor de Dios, ayúdenme! ¡Saquen a mi hijo!-
Los gritos de unos y otros se entremezclaban, sin aún poderse ver las siluetas de los que los emitían. Lucía, también gritó: ¡Gracia, no te muevas! ¿Estás bien? La niña respondió entre toses, ¡Si mamá, estoy bien, pero no veo nada por el polvo!- Bueno, pues tu no te muevas hasta que podamos vernos, amor.- aconsejó la mamá.
Algunos coches, parados en la carretera de bajada, encendieron los focos, tratando de penetrar en la densa y persistente nube de polvo, pero ello no contribuía en nada a mejorar la situación, así que optaron por esperar a que el polvo se depositase en el asfalto y la atmósfera se aclarase.
Una mujer, en su andar errante, tropezó con Lucía, que continuaba quieta en la acera sujetando con fuerza contra su pecho al pequeño Carlitos que asustado no podía ni llorar. La mujer, al sentir el contacto, se aferró al brazo de Lucía, al tiempo que la imploró: ¡por Dios, salve usted a mi hijo, está dentro del edificio! Pero Lucía no pudo articular palabra, pues las sirenas de los bomberos y de la policía acercándose, se lo impidieron.
Por fin, el aire se fue aclarando, dejando vislumbrar las figuras de las personas cubiertas de polvo, semejando un ejército polvoriento y desorientado. Lucía, distinguió la cercana silueta de Gracia, y acercándose a ella la estrechó contra sí. La mujer continuaba aferrada a su brazo y trataba de tirar de ella hacia donde había ocurrido la tragedia. Pero ya no gritaba, solo lloraba con desconsuelo e impotencia, dejando que las lágrimas corrieran por su cara formando profundos surcos en el polvo que la cubría.
El polvo se posó por completo desvelando la trágica escena. Los escombros de cinco plantas apenas si levantaban un piso de altura. Los hierros de la estructura y cimentación se hallaban retorcidos como sarmientos. Cristales y tejas componían una masa casi homogénea. Un armario hecho trizas y sus patas tronzadas era el único resto visible de mobiliario.
La voz de un teniente de la policía sonó fuerte y autoritaria: ¡Sargento, aparte a la gente y acordone los escombros!
-Por favor, apártense para evitar más desgracias-dijo el sargento a la gente que empezaba a arremolinarse en torno a las ruinas.
Lucía, se dirigió hacia el teniente para decirle: Esta señora asegura que tiene a su bebé entre los escombros. Hay que salvarle con urgencia.
La mujer, presa de una crisis nerviosa, se soltó del brazo de Lucía y se abalanzó sobre el teniente, implorándole: ¡Por Dios, salven a mi hijo! ¡Lo he dejado solo en la cuna mientras bajaba a un recado aquí cerca! ¡Ayúdenme!
El teniente se dirigió al sargento: ¡Llévela a la ambulancia y que la administren un calmante! Señora, esté tranquila, nosotros trataremos de llegar hasta su niño y rescatarlo con vida.
El sargento apartó de allí a duras penas a la madre angustiada.
Entre el gentío de curiosos congregado, comenzaron a propagarse versiones sobre el trágico suceso: Estaba la casa casi deshabitada- decían unos. Solo vivían cinco vecinos porque estaba en semi ruina-apuntaron otros.
La sirena de una ambulancia abrió paso para trasladar a dos heridos. Al pié de los escombros, tapado con una manta, yacía el cuerpo de una joven en espera de la llegada del Juez de Guardia. Se trataba de la vecina del tercero izquierda.
Los sollozos del niño del piso primero derecha hicieron posible su pronta localización: pero llegar hasta él entrañaba un alto riesgo de mayor derrumbe de los escombros. Los bomberos descartaron levantar la placa de cemento hecha trizas que cubría la zona donde se hallaba la cunita con el bebé. Por fortuna los restos de dos vigas habían formado una uve invertida protegiendo al niño de ser aplastado; pero el hueco era muy angosto y el peligro de hundimiento en cuanto se trabajase sobre él, inminente.
-Existe la posibilidad, mi teniente, que alguien se deslice, a por el bebé a través del pequeño hueco que hay. Tendría que ser una persona muy menuda y ágil- aventuró el sargento.
Lucía, que había escuchado estas palabras del sargento se dirigió al teniente para decirle que su pequeña hija, Gracia, podría intentar rescatar al bebé.
El teniente, dubitativo, evaluó la situación y le dijo: Muy generoso de su parte señora, pero el riesgo es muy grande, aunque si usted concede el permiso a su hija y ella se atreve, no hay tiempo que perder.
-Sí, mamá, yo puedo hacerlo, no tengo miedo- habló Gracia entusiasmada, como si de un juego se tratase, mirando a su mamá, ambas con la cara aún cubierta polvo.
-Pues, adelante-dijo el teniente- no hay tiempo que perder. Hay que llegar antes que la criatura se asfixie por el polvo o cedan los escombros.
Colocaron un arnés a Gracia y mediante una grúa la deslizaron por el pequeñísimo hueco que habían dejado las dos vigas encaballadas sobre la cuna. El bebé, cubierto de polvo y pequeños cascotes, lloraba cada vez con más fuerza y agitaba los brazos en su cunita. Daba la impresión que no había sufrido daño alguno, protegido por las providenciales vigas. Gracia llegó hasta la criatura y la tomó cuidadosamente entre los brazos. Misteriosamente, el bebé cesó en su llanto al sentir el abrazo protector de la pequeña.
Gracia comenzó a ser izada con sumo cuidado. Los escombros amenazaban con desplomarse sobre el hueco. Todos los presentes contuvieron la respiración hasta que las cabecitas de Gracia y el bebé aparecieron por el borde del hueco, prorrumpiendo entonces en un unánime y espontáneo aplauso.
Las cámaras de las televisiones y de los fotógrafos rompieron el cerco policial de seguridad y enfocaron los rostros polvorientos de Gracia y el bebé, a salvo.
Los micrófonos se amontonaron entorno al rostro de Gracia, que antes de que nadie la preguntase nada, dijo, sin darse importancia: ¡Hola, mi nombre es Gracia, y mi papá también es periodista! Los periodistas presentes, con los ojos húmedos por la emoción, rieron la ocurrencia de la pequeña Gracia.
Jesús Gutierrez Diego.
F I N
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