Después de pasar toda la tarde follando en la habitación del hotel habéis permanecido dentro de una bañera gigante que olía horriblemente a rosas hasta que se os han arrugado las yemas de todos los dedos. Luego habéis decidido ir a cenar a aquel restaurante tan coqueto del puerto donde él te besó por primera vez, cuando aún no sabíais muy bien qué iba a pasar en unas horas con todo lo demás, con los otros. Los otros éramos tan solo una nube negra de pasado, tu marido y su mujer, dos perros de humo a los que esa misma noche, después de las ostras y un par de botellas de vino blanco, prohibisteis cruzar la puerta de la misma habitación del mismo hotel (Sois tan cursis) donde os habéis hospedado hoy. Sonríes. Eres feliz y el mantel de cuadros rojos y blancos te parece tan bonito que no te queda más remedio que acariciarlo con la punta de los dedos. Pero de pronto sientes frío en los hombros, un frío atroz y buscas instintivamente la rebeca que al llegar colocaste en el respaldo de la silla. Al otro lado de la mesa, él pone ojos de guarro y te dice que va a pedir centollo y el mismo vino blanco de entonces, te pregunta si le ayudarás con las ostras, pero aunque te parece buena idea y quieres decirle que sí y volver a sonreír, un punto lúbrica, te castañetean los dientes.
Él te mira, qué pálida te has puesto, mientras tú sientes por dentro el soplo de un viento helado cristalizando tu torrente sanguíneo. No lo sabías, pero ahora intuyes con horror que el frío puede dejarte ciega, que quema los huesos y agujerea los pulmones, verdad, no sabías que en el caso improbable de que sigas viviendo un médico compasivo deberá ir talando pequeños trozos de ti, los más frágiles e inocentes, fragmentos dulces como los lóbulos de tus orejas, tus meñiques, esos pezones de niña que tanto le gustan, para intentar salvar la venus mutilada en que yo, hoy, si quisiera, podría convertirte. Tu marido se quedó calvo del disgusto, nunca superó el vacío que dejaste en el juego de maletas al llevarte la samsonite roja mediana. Yo, en cambio, después de que él viniera a por sus cosas y me enseñara una foto tuya entre las sábanas para que no quedara ninguna duda, decidí aprender vudú. Y mira, resulta que me divierte tanto meter y sacar del congelador la muñequita de trapo a la que le puse melena de fregona y le pinté tus mismitos ojos de vaca asturiana, que por hoy te salvas. Dejaré que él, algo confuso, te lleve de vuelta a la cama y te arrope con la única manta que encontrará en el altillo del armario. Pero de follar, ni hablamos, querida, ahora tú eres una gélida figura de hielo, la madre de todos los gintonics, una estalactita, y él, un friolero, un hipocondrias que teme acatarrarse a la mínima, no va a tocarte ni loco. Buenas noches y felices sueños. Mañana, si te parece, probamos con el horno.
Patricia Esteban Erlés
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