Era Noviembre, aún la temperatura no se había invernado. Las tardes eran cortas, con anochecidas tempraneras aunque el jolgorio del verano no quedaba muy lejos. Nos seguíamos reuniendo al acabar el trabajo con la misma alegría de estar vivas y sabernos protagonistas de un tiempo necesario. Ya saben, los ochenta hacía poco que habían acabado; la década de los noventa estaba engalanada con los mismos flecos libertarios y suculentos que la ochentada. Algo intuíamos, no obstante. Entreveíamos que la fiesta se acababa, que el soplido de libertad que supuso la muerte del longevo fiambre del Pardo estaba finalizando. Aún no éramos conscientes del abrupto final que se auguraba, por tanto, seguíamos riendo, bailando, ligando cada noche como si no hubiera un futuro por templar. Nuestra meta era ser guapas, epatar, reír y soñar que éramos tan libres como si viviéramos en esa ínsula Barataria exentos de leyes y cortapisas. Pobres incautas.
Había quedado con mis amigos en la cafetería de siempre. No nos sentabámos en la terraza porque el relente de ciudad norteña nos llegaría en breve. Eran las ocho y quince, la noche se cerraba sobre mi ciudad mientras las luminarias de las ventanas se encendían. Entramos en ese recinto familiar donde había cuadros en las paredes, un ambiente moderno y sensual y una mezcla de agua de Valencia, exquisita, ya que el dueño provenía de la ciudad del Turia y nos abrevaba la alegría con sus copas. Al entrar nos sorprendió oír la música un poco más alta que de costumbre. Nuestras conversaciones convergían mientras escuchábamos canción tras canción. Nos sorprendió que fuera siempre el mismo grupo. Queen.
Freddy, nuestro Freddy. Con esa voz saltona y entonada que nos ponía los pelos de punta. Con su alegría transgresora tan de aquellos tiempos. Nuestro Freddy seguía cantando sin parar. Fuimos cayendo en la cuenta porque algo había trascendido. Sí. Había muerto ese día. Al momento sentimos frío. Se nos fue el mito compuesto de brillos y estertores de una década que moría con él. Freddy Mercury se había ido y en nuestro rincón habitual le rendían homenaje poniendo su música durante toda la velada.
Nos quedamos calladas. Nos miramos como si no nos hubiéramos visto en años. Nos dimos cuenta, al momento, que habíamos envejecido, que nuestros ojos se surcaban de caminos transitados por el tiempo y las risas congeladas. Sí, se estaba acabando la fiesta. Freddy se fue y con él se llevó la intrascendencia de una generación alegre, frívola y promiscua de la que me siento subsidiaria. La mía.
Con Freddy supimos que corría por la sangre un enemigo atroz que nos iba a destrozar la fiesta perpetua que augurábamos los jóvenes de entonces. Mi Freddy. Mi juventud e inocencia se fueron de la mano de un enemigo que anidó mientras estábamos bailando y no nos dimos cuenta.
María Toca
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