Dicen los más antiguos del lugar que a veces el problema era la vida. Los viejos que iban secándose en la cama, ahogados en su propio dolor. Los niños que nacían con las pupilas amarillas, atrapados en el silencio. Las casas se oscurecían por culpa de la enfermedad, se oía el zumbido molesto de los rezos en el cuarto del fondo, allí donde se había colocado la cama de la abuela o la cuna del bebé que no llegaría a adulto. Sí, la vida era el problema, uno largo y afilado como la punta de un lápiz clavado en la garganta. La vida no dejaba llorar a la joven esposa que debía acercarse a cambiar las sábanas del marido al que había partido en dos un rayo. La vida no eran, pensaba ella, esos ojos petrificados en la noche de la tormenta, heridos desde dentro por la flecha eléctrica que se lo había llevado para siempre y había dejado solo su cuerpo tronchado. La vida no eran esos despojos que sembraba a su paso la larga sombra de la desgracia. La fiebre y el accidente se llevaban los buenos recuerdos, el nombre y la risa de aquellos a quienes se había amado tanto. Y entonces, un día, se decidía de pronto que era tiempo. Y se iba en su busca, se la llamaba como al médico cuando aún había esperanza, como a dios cuando aún se creía en él. Y la Acabadora vestida de negro cargaba con su martillo y se ponía en marcha. Diligente cruzaba el pueblo y llegaba a la puerta de la casa donde la vida no era la vida, sino una enfermedad crónica, incurable, que arrastraba a los sanos a la desesperación. Pasaba al interior sin decir nada ni preguntar adónde debía dirigirse. La extraña a la que nunca nadie invitaba a sentarse a la fresca, a la que nadie hablaba en la calle ni le ofrecía un pan recién hecho sabía que siempre estaba al fondo, casi pegando con el silencio, la alcoba maldita de cada hogar. Y miraba a los ojos a la muerte, sentada junto al camastro, al lado de la cuna de mimbre, antes de levantar el martillo y dejarlo caer, con todas sus fuerzas.
La Acabadora
Patricia Esteban Erlés.
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