En este barullo de las redes sociales y en la realidad, si tal cosa existe, he tenido que aguantar muchas veces la sonrisita de ser superior que les estropea la cara a aquellos que consideran que la sensibilidad y la compasión son signos de debilidad.
No he venido al mundo para evangelizar ni obrar milagros. Hace mucho que me cruzo de acera mentalmente y tacho de la agenda a esas mentes preclaras, tan incapaces de dolerse del sufrimiento de un animal como yo de dejar de hacerlo.
No me dan igual los toros masacrados, los perros que no superan la incertidumbre y la tristeza de un abandono, los gatitos arrojados a un río dentro de una bolsa de basura, como si fueran restos de la humanidad que nos falta tantas veces. Lo digo orgullosa, segura de que veo sentir a esas criaturas y son mis semejantes. El mundo animal me deslumbra y emociona desde niña. He entendido que la vida es más plena cuando usamos el cerebro para darles la dignidad, los cuidados y el amor que merecen. No recuerdo alegría más tierna que la llegada a casa de un cachorro con el que has decidido pasar los próximos años, ni una pena tan real ni necesaria como la de la despedida que solo trae la muerte. No abandonaría nunca a uno de mis perros, me cura la fealdad del mundo contemplar la belleza que solo encuentro en los ojos esmeralda de un gato. Me da igual lo que se burlen esos mosqueteros de la berrilidad, palabra que acabo de inventarme para definir a quienes son tan cerriles como para sentenciar que sería mejor que nos dedicásemos a alimentar niños de África, como si defender o atender dos causas y que las dos te importen fuera incompatible. O como si no existiera el derecho de elegir ayudar a cualquier animal, de los nuestros o de los otros, que lo requiera.
Por eso consuela la figura de Jane Goodall, a la que nadie bajó nunca del carro de su bondad antiespecista. Nos enseñó a mirar el mundo contemplar unos ojos limpios y atentos, para entender a los seres no racionales que, sin nuestra superior capacidad para ser idiotas y malvados, nos descubren tantas maravillas. Jane Goodall fue una mujer con porte de reina que me hace pensar en los umbrales, en cómo están allí para que nos asomemos y salgamos de nosotros mismos para adentrarnos en realidades que amplían nuestra visión del mundo. La pureza con la que ella se internó en ese universo natural, sin afán de conquistarlo, sin armas ni cepos, tan solo con la voluntad de acercarse a los primates, rescatarlos y devolverlos tan fuertes y ajenos a nosotros como nacieron, es una lección y un consuelo. No merece la pena berrilear, cuando nos aguarda tanta hermosura y bondad, tanto bálsamo reparador de antropocentrismos en su forma de abrazar a los sin voz.
Patricia Esteban Erlés.

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