A veces las palabras no llegan. Lo pensó al ver el titilar de unos ojos alucernados, brillando entre las nubes de humo que formaban las bocas de los escapes, rugiendo como fieras ante el empuje de las ganas de salir corriendo, tras no se sabe bien qué, pero corriendo. Deprisa, venciendo tiempos que a casi todos satisfacen aunque a algunos les dejaran en un incierto limbo de imprecisa competición consigo mismos.
El olor emborrachaba las pituitarias , aún acostumbradas a sentirlo. El humo del escape, el derrochado río de gasolina que se derramaba sobre los chasis de las motos, enhiestas y apiladas, que se miraban con el único ojo de un faro perplejo de encontrarse en un lugar con tantas como ellas, impregnaba de aliento pegajoso el suelo, las manos, y todo lo que tocaba el líquido que era savia para las máquinas que esperaban tan quietas. El piso se manchaba por momentos de un polvo de pedernal, de bolsas plastificadas, vacías de alimentos caducos, de pasos vueltos, de restos de comida, de botellas vacías en amasijo de franca compañía . Mientras, ellos, los que aguardaba el momento de salir a pista, cambiaban impresiones, con la boca tensa, los ojos enchispados de adrenalina o miedo, o ambas cosas a la vez. Comprobaban los múltiples incisos de una máquina que les obedecía ciegamente hasta que se les rebelaba con un cable o un incierto ruido que costaba tiempo descifrar su origen. Los ojos brillaban a lo lejos, mientras las cabeza calzaban un casco protector que a la vez, evadía la vista y prestaba una imagen difusa. A él, le faltaban las palabras. O eso pensó, al instante de chocarse con esa mirada incisiva, invitadora, amiga o algo más. Si él tuviera las palabras que precisaba para un contacto previo, le hubiera contado la inmensa soledad que le aguardaba cuando salía de la pista y encaminaba con paso pastueño hacia un hogar demasiado vacío de ruidos, de gestos agridulces, que por otro lado, le cansaron cuando los tuvo, allá en los años en donde la cosas se encontraban a cada esquina y la juventud jalaba de los brazos a la vida, contándole las historias que quedaban por vivir. En aquel momento, contemplando los ojos vidriosos de un verde acidulado, como un mar pequeño, que lo miraban de soslayo sin reparar en él echó de menos el tiempo de ensayo de una vida entregada a algo que no fuera un motor y la velocidad.
Si se hubiera decidido, a hacer lo que siempre le aconsejaron las voces expertas en vivir vidas ajenas y poco dispuestas a la suya hoy sabría qué hacer con esa mirada y tendría palabras que decir. Pero no las tenía. Le faltaba la práctica para soñar o articular el tiempo a su medida. Se daba cuenta que las cosas hay que empezarlas por el principio, que nada viene hecho de antemano; que saber hablar es bueno para comunicar lo que uno siente no solo para mostrar las necesidades perentorias. Llevaba tiempo sintiendo soledad, podía confesarlo ante esos ojos que miraban perdidos, quizá decepcionados en dirección opuesta a la suya. Atentos a su máquina, como él lo estaba hacia la suya.
Llevaba años, sintiendo la soledad, pero nunca de forma tan concreta como ahora , doliendo no poder compartir las vivencias sencillas que conformaban su vida. Las noches se le hacían largas . Al meterse entre las sábanas y sentir su tersura, sus brazos vacíos sin cuerpo al que acogerse o acoger, le gritaban que necesitaba compañía. Llevaba tiempo comiendo poco, porque la mesa se le hacía desierto al no tener nadie enfrente a quien mirar, ni conversaciones donde disentir o incluso discutir. Llevaba tiempo echando de menos algo que nunca tuvo, por eso no tenía palabras que decir. No sabía expresar lo que sentía, quizá porque ni tan siquiera sabía que eso era la soledad.
Levantó los ojos de la máquina, que cargado el depósito, estaba presta a rugir como las otras. Volvió a chocarse con los cristales verdiazules que tenía enfrente, ésta vez le contemplaban con calma sonriente que avasallaba la fingida indiferencia que intentaba mantener en un esfuerzo vano. Chocaron esos ojos con los suyos, amarronados, con motitas de mica y un velo de tormenta y soledad enredado en ellos; los otros, acuosos, lumínicos, iridiscentes, tornasolados de una sorna incipiente mientras de lejos, contemplaba la máquina comparándola con la suya.
Una sonrisa torció el gesto del otro. Iluminó como mil soles el ambiente opacado del box, como si el sol se hubiera despeñado ante ellos. Dio dos pasos cortitos, lo justo para plantarse enfrente, mirarlo de nuevo con el ceño fruncido y la marca del casco en la frente cortando la piel como una raya, plegando el pelo, espeso, moteado de canas y de hebras herrumbrosas. Él, con su piel abierta de puro compromiso, bajó los ojos, mirando a la máquina queriendo huir del trance y a la vez deseándolo.
Huía de no saber hablar, ni que decir, ni que contestar si algo le decía. Escapó la vista lejos, se caló el casco y con movimiento firme del pie, encendió el motor. Subió casi de un salto. Ya rugía la máquina. Ya el torpedo de la desesperanza se volcaba en su frente, como siempre, como antes, como durante toda la vida. Con la rutina marcada de desolación por su propia impotencia enfiló la salida. El semáforo se puso verde, aceleró el motor, rugió éste fieramente en respuesta, enfiló junto a otros el punto de partida de la pista. Comenzó la carrera. Atrás se quedaron los ojos destemplados contemplando la marcha, quizá esperando otra vuelta, cuando, cansado, volviera. Tal vez se diluyera entre el polvo y la grasa al filo de desaparecer para siempre. Él, abrazando la maquina que le rugía entre las piernas, pensó que siempre ocurría lo mismo: la propia decepción le hacían dejar para otro día el choque de las pieles, el encontrar una mano que atarse a la cintura.
Otra oportunidad perdida, se dijo, mientras enfilaba la curva que le llevaba a dar vueltas sobre si mismo, emprendiendo la feroz huida de la vida que necesitaba. Huyendo, porque no tenía palabras.
María Toca
Me parece un relato precioso. Gracias María.
Gracias, Rosa María.