Una de esas escenas que no he olvidado y que me persigue de vez en cuando. Yo vivía en Torrero y tendría once o doce años cuando ocurrió. La Sequimeca era una yonqui jovencísima, flaca como un hilo. Quizás no había cumplido los veintidós y hasta yo, una cría todavía, me daba cuenta de que había sido una mujer muy guapa. Rubia natural, con una larga melena que le rozaba la cadera. Tenía los ojos grandes, los pómulos altos y esa gracia esbelta de las gimnastas. No era muy alta, pero tenía las piernas largas y se adivinaba que en otro tiempo se tuvo que sentir muy orgullosa de ellas, porque siempre se ponía minifalda. La Sequimeca se prostituía. Iba de bar en busca de hombres y dinero. Verla era comprobar en directo lo devastadores que son algunos incendios. Me cruzaba instintivamente de acera porque me daba miedo su ira, esa furia nerviosa que se apoderaba de ella si bebía demasiado o se metía menos de lo que necesitaba. Pesaría cuarenta kilos, pero era aterradora. Agitaba sus manos, que me recordaban a un par de garras, jurando en arameo por casi nada, por todo. Cualquier motivo era bueno para liarla. La habías mirado como si fuera una mierda, no la habías mirado como si tuviera lepra. Le debías dinero. No le vendías caballo del bueno. No le fiabas en el bar, te estabas riendo de ella.
Lo peor, lo que me atormenta aún si lo recuerdo, era su hija. La niña pequeña y tan hermosa y rubia como debió de ser ella, que le seguía los pasos como un perrito herido y tembloroso, mirándola con adoración aunque a veces su madre la cogía del brazo y le daba un tirón o le soltaba un guantazo en medio de la calle. La insultaba delante de todo el mundo pero la pequeña no se iba, no sabía hacer más que eso, ir detrás de la sombra de aquella mujer que era toda huesos, una ruina de la chica popular del colegio, con su coleta larga y mugrienta como una yedra oxidada y sus patitas de alambre, siempre sucias y llenas de cicatrices, como si se cayera al suelo un par de veces al día.
Patricia Esteban Erlés
(Foto de Mary Ellen Mark)
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