He tenido que reinventarme. Con cuarenta y cinco años me he quedado en paro. Demasiado vieja para encontrar un nuevo trabajo por cuenta ajena, demasiado joven para no hacer nada. No hay un subsidio que pueda protegerme, solo una prestación por desempleo que ha durado unos meses desde el despido.
No he tenido tiempo de pensarlo mucho. Con una formación en Historia del Arte que nunca he podido utilizar, siempre corriendo aceptando trabajos mal pagados. Simplemente porque no aprobé unas oposiciones como el resto de mis compañeros de facultad que no viajaron al exterior para aprender idiomas, como hice yo para agrandar mi curriculo , me he lanzado al mundo de la trabajadora por cuenta propia, es decir de la autónoma.
Sí, tengo una educación humanista amplia. Antes esas carreras tenían un peso. Ahora ya todo es tecnología, pero no voy a entrar en esas disquisiciones que no me llevan a ningún sitio.
Tuve que darme prisa cuando me quedé en paro la última vez y como sabía que no iban a volver a contratarme hice un cursillo, que no tenía mucho sentido, en la oficina de empleo.
Esos organismos dependen del dinero de las Autonomías quienes lo gastan con la alegría de los que saben que el dinero es público. Pues bien, hice un taller de tejido. Ya me dirán para que ofertan estos cursillos en una sociedad altamente tecnológica y dependiente del comercio internacional, que la ropa cuesta dos duros, aunque venga del otro confín del mundo. De esa China que todos criticamos, pero que bien consumimos sus productos, porque, aunque de peor calidad, nos sirven, al menos, para un rato o más.
Yo llevo la misma sudadera desde que empezó la pandemia. La compré en Ali Babá, donde otros adquirieron las mascarillas, o, mejor dicho, las masbaratillas, y las vendieron a precio de oro en un momento de necesidad pública, cuando la gente moría en hospitales y residencias.
El curso no me valió para nada en esta sociedad dependiente de otros países, pero si como dice Nacho Torreblanca “Europa se va a convertir en un parque temático de China”, a mí, esta vez, me pilla de tejedora.
Nadie me quería contratar y me hice autónoma y, ahora, parece que habrá un cambio de legislación. En diciembre hubo una reforma laboral que revertía parte de los cambios que se hicieron en el 2017. Y aunque la nueva ley sea más favorable para los trabajadores, el hecho de ser mujer y de tener una edad en la que ya a casi nadie le importan ni tus senos, ni tus piernas, sino que solo se espera que te ocupes del cuidado de la familia hace muy difícil que algunos empresarios te contraten y. Para las empresarias, has dejado de ser una rival y te has convertido en una cuidadora, que no sirves para trabajar. Siempre tienen la sartén por el mango. Solo espero que el nuevo modelo de cotización para autónomas, que entró en vigor a primeros de enero, me sea favorable.
Pertenezco a esa generación del baby boom que me lleva dando tortas desde que era pequeña por haber nacido en oleadas tardías. No importa, seguiré luchando para sacar mi pequeña empresa de tapices adelante.
Como buena estudiante de arte y dado que el momento histórico actual es algo crítico, he elegido uno de los cartones que Goya pintó para la Real Fábrica de Tapices allá por el año… Mi memoria no es lo que era, no recuerdo el año preciso, pero como a Goya se lo estudia dentro del contexto del siglo XIX, será uno de esos años de principios del siglo. No, posiblemente sea de finales del XVIII, cuando pintaba para ganarse la vida en las tapicerías reales, antes de que le llegara la fama y, sobre todo, antes de que tuviera que salir al exilio ya en el XIX.
Con lo bien que me sabía antes la vida y obra de aquel maestro pero la edad ha ido cubriendo con una pátina de polvo mis neuronas. Tengo que ir desempolvándolas, no puedo hacerme vieja de golpe, solo porque nadie me contrate.
Me he decantado por uno de los tapices de invierno que tiene dos títulos. Esta vez no es un lapsus de mi memoria, es que ni los eruditos de arte se ponen de acuerdo en el nombre. Unos lo llaman El albañil borracho y otros El albañil herido.
Ya lo tengo pintado en mi telar, he marcado las líneas directrices sobre la urdimbre, ahora debo ir tramándolo, lanzando los lizos para visualizar el motivo que ya he seleccionado. En esta semana he pensado acercarme a un supermercado de chinos para buscar las lanas que voy a emplear.
Me gustaría elegir proveedores con materiales más naturales, tintados con productos más ecológicos, pero no puedo permitírmelo, encarecería mucho el producto final y nadie me los querría comprar. En alguna ocasión he hecho el experimento. Solo he vendido dos o tres tapices de una producción de veinticinco. No me salen las cuentas. Demasiado esfuerzo para obtener solo pérdidas.
Esta es una de las partes del trabajo de tejedora que más me gusta: la elección de los colores. Ustedes ya ven la labor terminada, el gusto de esta artesana hecho realidad.
Como el motivo no lo he elegido yo, sino el mismísimo Goya, voy a intentar ser lo más fiel posible a su creación. Él es quien rompe con el Renacimiento, el que toma el pulso al siglo XIX, al deterioro de los Borbones, y a su exilio a la República francesa. ¡Cuánto dolor en su obra!
Ya en este cartón podemos ver su preocupación por el trabajo de los más desfavorecidos.
No es solo la manera en la que pinta al albañil, su vestimenta pobre, sino que hasta se adentra en sus problemas vitales.
Si pienso en el albañil borrachotulo que habrá dado el propio Goya o quizás un crítico de Arte, conmemoro las condiciones de trabajo en las fábricas de principios del siglo XIX en España. Es lo que ahora se conoce como nuevo Baztán, una construcción de mediados del siglo XVIII aproximadamente. Seguro esta construcción que se parecía a las fábricas inglesas de comienzos de la era industrial, aunque en pequeño, aquí siempre hemos ido con retraso, las crisis nos afectan más tarde que al resto de Europa, porque desde hace mucho hemos perdido el tren del progreso.
Puedo ver todo el sufrimiento en la cara del protagonista del cuadro, la cabeza caída sobre el pecho, quizás adormilado por el alcohol que se bebía para olvidar la situación de penuria que vivían aquellos obreros.
Ahora paseamos por esos lugares como si los empresarios hubieran sido unos angelitos de la caridad que se desvelaban por sus trabajadores.
Goya nos ofrece otra imagen: si el obrero no estaba borracho, estaba herido porque las condiciones de trabajo eran penosas, porque se ofrecía a la pobre gente que huía del campo bien por las hambrunas de las infatigables guerras napoleónicas bien por las sequías que azotaban los campos aledaños a Madrid, unas condiciones ínfimas: vida en barracones, malas comidas… Lo definió muy bien Rousseau en su obra El buen salvaje. Aquí también llegaron tarde sus teorías de la Ilustración.
¿De qué nos asombramos en nuestros días, si todo está en nuestros antepasados? Podemos aportar nuestro granito de cosecha, pero no será tan deslumbrante como creemos. Los problemas los traemos de tiempo atrás y no hemos resuelto mucho, prácticamente nada.
Siempre me pierdo en estas diatribas históricas cuando salgo de compras. Si no es la pintura, son los hilos. Necesito meterme bien en la piel del artista para saber elegir.
Hoy voy buscando tonos ocres, mucho blanco y azul. Necesito dar la sensación de invierno, de frío mesetario, y al mismo tiempo de desprotección. Goya ha retratado al albañil solo en camisa, no lleva un sobretodo o algo que lo resguarde del frío y lo sujetan dos hombres, que parecen salidos de otro tapiz más alegre: uno va vestido en marrón, puede que sea la autoridad, y otro en un tono azul. Incluso parece como si su chaqueta estuviera urdida en terciopelo turquesa oscuro. Al fondo se adivinan unos andamios y unas nubes que, posiblemente dejen humedad, acaso desencadenen una tormenta de nieve.
Voy a darme prisa en comprar mis lanas, necesito todo el tiempo para concentrarme en este tapiz, siento que estoy por tejer mi propia vida.
Arancha Naranjo
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