Hubo hace tiempo un hombre que en amables mitos infantiles revelaba a sus hijos las llaves y el camino de un castillo escondido.
Pocos lograban conocer la sencilla clave del enigma, pero esos pocos se convertían entonces en maestros del destino.
Novalis
A mamá y a Jennifer Beals, porque ellas sí que amaban a Petrarca.
En una tarde de invierno, en esa perpetua vacante de vida que es la tierra mesetaria, me conduje hipnóticamente en pos de las pisadas primitivas que por sí solas, y en un caminar onírico, le guían a uno hasta el cementerio de San Carlos en Salamanca.
Este se encontraba aislado, imbuido y rodeado de unos vientos plañideros, que furibundos, se racheaban contra mi rostro, minándolo, plagándolo de una infame lividez.
Ese viento pretendía advertirme de algo, era como un airón mal afamado, premonitorio, insistente en sus interrogatorios, ¿a quién buscas? ¿Qué pretensiones te han conducido hasta este desolado lugar?, esta es la guarida de los muertos, de los acabados para el mundo sensible, para los hombres que desalmados se ensoberbecen sobre sus propios cuerpos.
Don Miguel de Unamuno es un hombre atormentado por las incógnitas de la existencia esquivas a la razón, un hombre que se deconstruyó pieza a pieza, de astilla de hueso a vaso linfático, desde cada hormona de su organismo, hasta cada dendrita procuradora de conciencia.
El absurdo de “ser para la muerte”, constituía para Unamuno el concepto fundamental , el quid, el objeto de gran parte de sus escritos y de su peculiar introspección.
“Con la razón buscaba un Dios racional, que iba desvaneciéndose por ser pura idea, y así paraba en el Dios Nada a que el panteísmo conduce, y en un puro fenomenismo, raíz de todo sentimiento de vacío. Y no sentía al Dios vivo, que habita en nosotros, y que se nos revela por actos de caridad y no por vanos conceptos de soberbia. Hasta que llamó a mi corazón, y me metió en angustias de muerte”.
Diario íntimo
Cuan cierto es, que esa sensación de tenerlo todo controlado, el devenir de nuestra vida racionalizado, las circunstancias y los aconteceres encarrilados, jerarquizados, casi computerizados, esa impresión decía, puede llegar a desmoronarse ante una situación de angustia, de cómo nuestra involuntaria e inconsciente búsqueda de Dios a través y por la razón, convirtiéndolo en nimia fenomenología, en un Dios Nada, no interviniente en los acontecimientos, acaba por ser derribada por la continua presencia de la muerte en el horizonte.
Estamos constituidos, formados, por miles de millones de moléculas traspasadas cada una de ellas por el misterio del cáritas-caritatis, y solo podemos ser conocedores de la verdad por medio de ese ejercicio vocacional que es el amor, y no de un amor cualquiera, sino de un amor desposeído y libre de condicionamientos, intereses, chantajes, y subsiguientes maniobras.
Sin ir más lejos, ayer a mediodía, una vez concluido mi diario paseo por los márgenes de mi mundo ideado, sin dolor, sin óbito, sin el toque de ignominia que la materialidad nos impone a cada paso, entré raudo en una cafetería que suelo frecuentar. Apenas habrían transcurrido veinte minutos mientras iba sorbiendo mi habitual café, cuando un hombre de mediana edad volvió la cabeza en mi dirección y con manifiesta curiosidad, alcanzó a ver el libro que con suavidad sostenía entre mis manos, se trataba del Canzoniere de Petrarca. Me instó a que le aclarara quien diantres era el tal Petrarca, le contesté que se trataba de un poeta italiano del siglo XIV que había cantado ardentísimamente al amor que él creía sentir por una muchacha llamada Laura, al oír este mi respuesta, se enfurruñó, y con el cejo espléndidamente fruncido espetó: – es que no sabes que el amor se compra, las mujeres se pasan a tu Petrarca y a su sentido amatorio por…e hizo un claro ademán de llevarse la mano a la entrepierna.
De inmediato, y tras esta breve pero graciosa anécdota, acudieron a mis pensamientos aquellas palabras de Miguel de Unamuno:
“Me había fijado en aquella proposición de Spinoza que dice que el hombre libre en todo piensa menos en la muerte, siendo su vida una meditación de la vida misma, no de la muerte”.
Y yo me pregunto, ¿es que acaso se puede ser libre sin meditar sobre la muerte?, ¿pudiera ser posible la auténtica y radical libertad sin creer en el amor? Mientras aquel hombre del bar despojaba al mundo de todos sus basamentos, le pensaba y le creí preso de un fatídico error; si algunas personas insisten y se aferran al amor y rastrean sin descanso “los por qué”, “los posibles sentidos”, es precisamente porque profesan una constante meditación sobre la muerte, sobre el sentido metafísico de la existencia, de los acontecimientos cotidianos, y no sobre una vida efímera y de carácter terminal, he ahí la cuestión.
El amor no puede ser otra cosa que metafísica, pura eternidad.
Don Miguel de Unamuno se pasó toda su vida tramando esta meditatio mortis, ya que lo estimaba esencial, la vida es un absurdo, un sinsentido irrisorio, sino no somos capaces de volver la mirada y recrear aunque sea en forma de ideación, nuestro postrero momento de vida, las ultimidades reveladoras de verdad, su trascendencia, su sentido, su heurístico mensaje.
“Tuve por mucho tiempo en mi cuarto de estudio dos cartones, un retrato de Spencer y otro de Homero, hecho por mí, a cuyo pie había copiado aquellos versos de su Odisea que dicen que los dioses traman y cumplen la destrucción de los hombres, para que los venideros tengan que cantar.
Quintaesencia del vano espíritu pagano, del estéril esteticismo que mata toda sustancia espiritual y toda belleza”.
Diario íntimo
Lo que Don Miguel nos viene a decir, es que la existencia no puede limitarse a un ciclo de eterno retorno esteta, desprovisto de cualquier indicio de humanismo, vaciado de toda consideración espiritual, porque ¿qué puede significar para nosotros lo bello si no podemos amarlo ni ser amados por ello?.
A lo largo de su vida, Unamuno nunca se ciñó al guion que le marcaban las fuerzas ciegas del universo pagano, al igual que Aquiles, determinó su salida de Skyros en busca de su verdadero e inexcusable destino, y obligado a cumplirlo por una suerte de grave y profundísima intuición. Continuando los pasos de Aquiles, abandonó los pacíficos aires del gineceo y se dispuso en disposición de ataque en justo cumplimiento de su misión de intelectual comprometido. Esta teofanía de su ideario vital le conduciría primero al destierro de Lanzarote, y posteriormente a una implacable persecución personal, política, e ideológica a la que fue sometido por las fuerzas vivas del franquismo, idólatras de la muerte y enemigos de la cultura y de la vida.
Don Miguel transitó por diferentes visiones ideológicas, desde un fuerismo moderado, en sus años de juventud, hasta llegar a concebir un luminario pensamiento socialista. El detonante que definitivamente le llevara a este pensamiento, fue el estallido de la huelga minera del 12 de mayo de 1890 que terminó por socavar sus últimos prejuicios contra el socialismo, y que se le presentaba como una disciplinada fuerza política alzándose contra los abusos de la oligarquía vizcaína. En una carta que dirige a un buen amigo afirma lo siguiente: “Estos señoritos burgueses que se emborrachan en el Suizo no dejan de hacer epigramas contra los pobres obreros porque concurren a la taberna. V. sabe lo que son las minas, cuatro millonarios explotando vilmente a un rebaño de esclavos. Todo el mundo (salvo los empresarios) clama por los obreros, víctimas de una explotación inicua”.
A parte de su ingente actividad ensayística, novelística y periodística, Unamuno se adentró igualmente en las aguas profundas del quehacer poético, consideraba que la única vía capaz de encontrarse con lo sobrenatural, era la poesía.
“Revelación del alma que es el cuerpo,
La fuente del dolor y de la vida,
Inmortalizador cuerpo del hombre.
Carne que se hace idea ante los ojos,
Cuerpo de Dios, el evangelio eterno:
Milagro es éste del pincel mostrándonos
Al Hombre que murió por redimirnos
De la muerte fatídica del hombre;
La Humanidad eterna ante los ojos nos presenta”
El Cristo de Velázquez
En su poesía, Unamuno se esforzó en cultivar un clasicismo fuera del tiempo que no creía en la plena autonomía de las palabras, pero si en su trascendencia, se mantenía además en la creencia de que los versos no son un recurso literario más, sino que deben llegar a ser un juego de espejos que reflejen el principio generador del cosmos. Cuando se observa el Cristo de Velázquez, contemplamos en realidad al hombre, a todos los hombres cargados con el peso atronador de sus contradicciones, regados con la sangre que cuelga de sus frentes tras el fragor de la búsqueda de la verdad, del sentido último.
Don Miguel, permítame que le hable desde mi humilde posición de hombre magullado, cargado de incoherencias, contradicción de contradicciones, perplejo ante el desamor, la incomprensión de sí mismo y la que siente como impuesta por los otros. Permítame que le advierta que finalmente ocurrió lo que usted tanto temía, aconteció que los lobos vencieron, lograron imponer, por la fuerza bruta, eso sí, las negras consignas de muerte a la inteligencia, del divide y vencerás, del desarrollo de los más atávicos y primitivos impulsos de los hombres. Vencieron porque tras una postguerra de hambre y terror inducidos, las élites del país nos colocaron una transición de la dictadura a la democracia ficticia e impostada, plagada de imposiciones y disparatadas inclemencias contra la lógica, nos vendieron seguridad a cambio de importantes renuncias a la igualdad, se cubrieron de gloria con los conocidos “ Pactos de la Moncloa” y donde se dejaron bien atados los términos en los que habría de discurrir un contrato social claramente descompensado hacia una de las partes.
Al mismo tiempo, he de aclararle que no convencieron nada más que a aquellos que deseaban ser convencidos por su propia conveniencia, solo a esos Don Miguel.
Por tanto, ni mucho menos se perdió todo, una vida como la suya mereció la pena ya que su salida de Skyros a imitación de la de Aquiles, nos trascendería a todos los que viniéramos después, fijándonos en usted y siendo traspasados por sus mismas preocupaciones, idénticas angustias, afanándonos en encontrar el sentido de la vida.
Permanezco aquí, frente a la tumba de Unamuno, aterido de frío, imaginando como su cuerpo, en aquella tarde del 31 de diciembre de 1936, fuera objeto de secuestro por parte de aquella fantasmagoría procesional de camisas azules que en vida le quisieron inmolar, y en la muerte, utilizar como cordero repositorio, purgador y blanqueador de todos sus crímenes.
En esta tarde ya casi anochecida, en esta meseta maldecida por Dios por su extrema aridez, me lleno de asombro al ver rodeada de verdín, de herrumbre y desconsuelo, acosada por el olvido, la tumba de uno de los más grandes pensadores del siglo XX.
En el duro mármol, desierto de vida, reza lo siguiente:
Méteme, Padre eterno, en tu pecho, misterioso hogar…
José Miguel Gandara
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