Las relaciones de la extrema derecha con el feminismo pueden contemplarse desde muchas perspectivas y, después de leer las aportaciones que se han ido haciendo en este espacio, he decidido hacerlo desde la perspectiva de las masculinidades heridas; desde la perspectiva de los Hombres blancos enfadados (2013) de los que habla Kimmel, refiriéndose a EE.UU; desde la perspectiva de las identidades masculinas heridas por inseguridades vitales profundas y por la pérdida de sentido que han generado en todo el mundo las políticas neoliberales y cuyo resultado es una reacción misógina global.
Para combatir los discursos de extrema derecha, Alba Rico, propone que el discurso de la izquierda debe ser revolucionario en lo económico, reformista en lo político y conservador en lo antropológico. Propone ser conservador en lo antropológico porque lo antropológico es lo que proporciona un sentido; porque hablamos de los cimientos de cualquier sociedad, de lo que se percibe como orden o desorden, seguridad o inseguridad, cuestiones clave en tanto que los discursos de extrema derecha conectan a través de lo emocional y lo hacen, además, a través de sensaciones que no debemos despreciar porque son puramente humanas.
Alba Rico apostilla que hay que ser conservador en lo antropológico pero “sin machismo”. Entiendo bien a qué se refiere, pero soy de la opinión de que eso es imposible, dado que es el patriarcado el que estructura lo que llamaríamos el orden antropológico básico en cualquier sociedad. No recuerdo exactamente quien dijo que “cuando el género se mueve, todo se mueve”, pero es una frase certera. En casi cualquier sociedad conocida hay pocas certezas antropológicas tan profundamente arraigadas cómo qué es un hombre, qué es una mujer, qué características van asociadas a hombres y mujeres y cómo se deben relacionar entre ellos.
El cimiento de cualquier sociedad es un sistema de desigualdad entre hombres y mujeres y esto afecta a la cultura, al mundo simbólico, al lenguaje, a las instituciones fundamentales como la familia, la maternidad/paternidad, la (hetero)sexualidad… y afecta también a la vida material de las personas: quien trabaja haciendo qué, quién provee a la familia, quién se encarga de la crianza. Por eso las narrativas que buscan restaurar un orden mítico y que buscan también cerrar heridas emocionales a través de apelaciones a la seguridad o a la identidad, son siempre antifeministas. En todo caso, los cambios en el estatus de las mujeres son más fáciles en contextos de bienestar, cuando las ideas o los comportamientos nuevos, los cambios sociales profundos, no generan temor, pero se convierten en bombas de relojería en contextos de crisis como la actual provocada por el neoliberalismo.
Respondamos primero a esta pregunta: ¿A qué llamamos crisis? Llamamos crisis a situaciones en las que la precariedad laboral se convierte en precariedad vital y es una constante; a situaciones con altísimos índices de desempleo, con salarios que no dan para mantener una familia y ni siquiera para mantenerse a uno mismo, con empleos muy inseguros que no permiten construir una familia o construirse un proyecto vital ni siquiera a medio plazo. A esta situación la llamamos crisis, pero sólo si afecta mayoritariamente a los hombres porque, en realidad, esta es la situación en la que siempre estamos las mujeres, y entonces no la llamamos crisis sino que nos parece lo normal.
Estas situaciones, afectan especialmente a los hombres porque más allá del desarraigo vital que produce la precariedad, la identidad masculina tradicional está en gran parte vinculadas a muchos de esos factores. Escribe Fraser que no hemos ponderado lo bastante lo que significa para las masculinidades que ya no haya un puesto de trabajo seguro al que acudir y cuyo salario sea suficiente para mantener a una familia. Esas cuestiones son desde hace cientos de años parte del rol masculino y su quiebra viene a quebrar muchas biografías masculinas que sufren de lo que Segato, o la misma Fraser, han denominado condiciones comparables a una emasculación simbólica.
Como resultado de la crisis neoliberal la precariedad se ha extendido y les afecta también a ellos; la quiebra del rol de proveedor familiar es una herida que muchos hombres no saben cerrar. Además, las mujeres exigen derechos y estos empujan privilegios masculinos que muchos hombres no viven como tales, sino como parte del orden natural del mundo. Las heridas en las masculinidades tradicionales hacen nacer a esos “hombres enfadados” de los que habla Kimmel, heridos, desarraigados y que sienten que el mundo se abre bajo sus pies.
Para cerrar estas heridas aparecen los discursos neofascistas o trumpistas ofreciendo una narrativa que incide en que, efectivamente, las mujeres están robando a los hombres su masculinidad y, así, aunque el poder sigue siendo masculino, se difunde un relato victimista en el cual los hombres desposeídos pueden expresar lo que sienten como una amenaza a su masculinidad. Discursos que les permiten, como parte del objetivo de restitución del orden, expresar odio a las mujeres, a las que culpan. No olvidemos que, efectivamente, hay varias pérdidas.
En primer lugar, y como hemos mencionado, las económicas y sociales que son reales y que en las sociedades patriarcales se han vinculado a las identidades a través de la división sexual del trabajo, de la familia y de la (hetero)sexualidad. Y en segundo lugar las puramente identitarias y que tienen que ver con la pérdida real de privilegios. Lo que se produce es una reacción misógina que tiene asiento en los relatos de la extrema derecha y que intenta resituar a las mujeres en las posiciones de subalternidad que muchos hombres viven como el orden natural de las cosas. Para muchos hombres, los avances del feminismo son experimentados desde un sentimiento de agravio ante la pérdida de derechos naturales.
Las soluciones son conocidas: bienestar material pero, en el caso de la reacción misógina, además, es necesario apretar el acelerador hacia un cambio profundo en las estructuras sociales, en las instituciones, hacia una despatriarcalización real de la sociedad, que no es fácil de conseguir. El feminismo tiene que poner su foco también en los hombres porque no será posible la igualdad si los hombres no cambian. Y no olvidemos el voto. Las mujeres votamos y somos mayoría. Y aunque muchas de ellas también son susceptibles de sentir temor ante la pérdida de sentido producida por los cambios y pueden votar a la extrema derecha, según Ranea (2021) tienen casi un 40% menos de posibilidades de votar a la ultraderecha. Por tanto, más feminismo y desde todos los flancos posibles.
Beatriz Gimeno
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