Conocí a Mati en su ocaso y el mío. Ella languidecía repartiendo el tiempo en diversos trabajos para llevar sustento a casa donde vivía entre sombras y largos quejidos de la madre enferma. Enferma perenne, según confirmaba Mati y quienes la conocían, nunca la vieron salir de casa, ni levantarse de la cama más que para ir al baño, con paso renqueante y mirada vacía, como de muerta, con los ojos cristalinos que no miraban nada, la boca subsumida por el dolor y un tono cetrino en la piel que amarilleaba cada día más.
Comencé a visitarlas, a la madre y a la hija, al poco de irme a vivir a la escalera. Nuestras puertas se miraban por su ojo dorado de la mirilla, contemplando las maderas roídas por los años, de la solemnes puertas que se enfrentaban con soberbia mediando el rellano. La mía pintada de verde inglés, en una vana pretensión de modernidad, la suya, luciendo un tórrido color madera barnizada que el tiempo desdibujó arrebantadole el brillo por las partes más usadas. Hacían, ambas puertas, un ruido como de tos profunda al cerrarse, debido a los atalajes que las decoraban y a los viejos cerrojos que fueron poniendo las sucesivas estirpes familiares que las vivieron.
A Mati la conocí en el portal, un día de lluvia que, insolente y poco solidaria con mi mudanza, adornó la jornada en que trasladaba el grueso del mobiliario a mi nuevo domicilio. El caballete de pintor frustrado, mis innumerables tubos de pintura casi seca, las telas, el sofá corroído por tantas sentadas o siestas dominicales, las sillas de enea, heredadas de la casa de mamá, algún armario decorado con el modernismo de una restauración precaria y la escasa ropa que conformaba mi colorido vestuario. Mati, contempló el zafarrancho del portal con ceño ligeramente fruncido. Su boquita, cárdena y escasa, se engullía a si misma con gesto agrio dejando escapar la desafección por los ojos. Temiendo que una reprimenda agria conformara nuestro primer contacto, le dije a modo de disculpa.
-Estoy invadiendo todo el portal, le ruego me disculpe. He llegado con la furgoneta y he desmontado todo corriendo para que no se mojara. Me la dejó un amigo y se tenía que marchar. La furgoneta, digo-
Intenté disimular mi pluma como forma de autodefensa, engolando la voz y silbando cada palabra con voz de barítono. Muchos años de entreno para despistar la prudencia que me acorazaba frente a los extraños.
-No pasa nada. Si quiere que le ayude a subirlo puedo hacerlo. Compruebo que mi madre esté bien, la levanto al baño y bajo de nuevo a echarle una mano-
Con las últimas palabras, Mati, que aún no sabía que ese era su nombre, corría escaleras arriba mientras la voz se deslucía por la distancia. Sentí el chirigoteo de la puerta al cerrarse con un golpe seco y profundo y di por hecho que su piso debía andar cercano al mío por la distancia de sus pasos.
Nuestra casa era una mansión decimonónica con balconada a la calle Pintor Seneca, que esquinaba con La Razón. Una zona que fue de posibles y se había depauperado hasta pasar a ser un barrio desclasado. Alguna casa rondaba la decencia (la nuestra) otras clamaban piqueta o un buen acicalado. El edificio, no tenían ascensor y ninguna de la vecindad pasaba de los cuatro pisos de altura. La fachada languidecía de un azul desvaído y corrido de churretones que la lluvia había decorado con delectación, haciendo juego con el resto de la manzana, en lo desconchado y los colores perdidos o fundidos por el espanto de la senectud. Ventanales amplios, como ojos saltones, contemplaban la calle con la curiosidad de lo bien visto. Eran casas de techos altos enlodados con filigranas de escayola blanca que formaban volutas y angelotes en el centro como culmen a unas lámparas de las que pendían lagrimas como tirabeques. Había conservado las viejas arañas que soniqueaban al compás del aire componiendo un himno alegre de dulces musiquillas. Respeté la vieja cocina en la que presidía un hogar tamizado de purpurina plateada que en los días de invierno argenteaba y llenaba de humo casi toda la casa. También calentaba por muy poco dinero, lo cual me compensaba de la tos que las humaredas me producían mientras intentaba sacar algo más que manchurrones de pintura barata en las telas compradas a tanto la libra.
Mati, bajaba cuando yo acarreaba los primeros atalajes hacia mi casa. Tuvo que parar en el rellano para que pudiera pasar , con el perchero amacizado de ropa vieja y casi inservible.
-Ya he dejado tranquila a mi madre, sabiendo que estoy aquí. Ahora puedo ayudarle. Me llamo Mati y vivo en el segundo derecha-
-Vaya, somos vecinos de rellano, Mati. Yo me llamo Alfonso y vivo en el segundo izquierda-
-Con tantos pisos vacíos que hay en el edificio, vamos a vivir enfrente, ¡qué cosas!-
Dudé en ese momento, si Mati lo decía con desconsuelo por quebrar la paz de su rellano o si había conformidad en sus palabras, tal era el tono neutro usado en la conversa.
-Bajo y cojo algo ¿Qué prefiere que suba antes? –
-La verdad es que le agradezco su ayuda, Mati, pero no se si debe…Me parece un abuso que usted llegará cansada del trabajo-
-No se preocupe. Me alegra que venga gente nueva al edificio. Se fue despoblando casi sin darnos cuenta. Éramos como una familia, sabe. Hace años estaba lleno, teníamos confianza con todo el mundo. Bueno, con casi todos, porque había una familia viviendo en el principal que eran muy raros. Al final se llevaron a la cárcel al padre y desmontaron la casa entera un día de invierno en que parecía que el mundo se acababa, lo recuerdo bien. Vino la policía y rajó hasta los colchones. Tuvimos mucho susto el resto del vecindario que nos hicieron bajar a la calle, fíjese, a la intemperie en pleno invierno, mientras ellos examinaban y descerraban el piso entero, buscando sabe dios qué. Luego nos enteramos que eran rojos, comunistas de esos. Salvo ellos, los demás éramos como una gran familia. Mi madre tomaba chocolate con picatostes todas las tardes con dos señoras de su misma edad que se reunían cada día en una casa. Estaba buena entonces, no como ahora…-
Seguimos varadas por unos minutos en la escalera hasta que mis manos y la espalda protestaron lo suficiente como para disculparme y subir el armatoste que pesaba lo suyo.
-Si quiere ayudarme suba alguna silla…y de verdad, no hace falta. Tengo tiempo de sobra-
-No se preocupe, Alfonso, hasta las diez no cena mi madre y puedo estar con usted-
Me di cuenta que Mati necesitaba contacto humano más que tiempo. Y yo ayuda, pensé en la conveniencia de confraternizar con el vecindario, escaso y oculto, según había constatado mientras duraron los arreglos del piso.
En los días anteriores a la mudanza, había pintado las paredes con alegres colores intentando dar luminosidad a una casa que rezumaba vejera por los cuatro costados. Un pasillo largo, sinuoso con desnivel en el baldosado que chancleteaba a cada paso, fue cubierto por un linóleo plastificado que daba apariencia de modernidad, mientras las paredes coloreadas y cubiertas de mis cuadros no vendidos (casi todos) alegraban un rostro avejentado, casi como si fuera una careta sobrepuesta sobre cara de anciana.
Conservé también las camas que fueron adornadas por cobertores blancos y cojines multicolores. Las cortinas pulcras y desmayadas hasta el suelo componían un cierto amasijo que pretendía modernidad o tan solo aliviar el decaimiento de una casa en franco abandono.
Había perdido la capacidad de tener un piso decente. Apenas vendía cuadros y mis clases de dibujo daban lo justo para malvivir, salir algún sábado empujando con la nocturnidad las ganas de diversión y sexo que languidecían a pasos agigantados al contrario de mis ganas de amar y ser amado.
Conforme mi cintura se desparramaba, mi pelo fallecía sin alaracas, mis ojos se recorrían de tenues caminitos que bocas mal sonadas llamaban patas de gallo y el rictus de mi boca se enrejaba dentro de un paréntesis amargo, los amantes ocasionales huían o se tornaban esporádicos o mal intencionados. Yo seguía buscando el amor, aunque cada día desesperaba de encontrarlo y me iba conformando con malos sucedáneos que me producían un desgaste emocional difícil de asumir. En realidad, esta nueva casa formaba parte del declive personal emprendido diez años atrás cuando Eusebio me abandonó dejándome la cuenta corriente sin fondos y llevándose los pocos cuadros de valor que en aquella temporada gloriosa, por la juventud y el momento pleno vivido, había pintado. Luego me enteré que los había vendido por debajo de su valor, casi regalados y que su despeñe era tan raudo como fue su agonía y su bajada al infierno.
Sentí que el mundo se hundía dejándome debajo de la losa profunda de la soledad. A partir de entonces, de forma lenta e inexorable, el descenso, aunque lento, fue constante. Perdí el trabajo en el colegio que me proporcionaba nomina escasa pero segura y mi supuesto talento se ralentizó. Lentamente la floreciente economía y mi rutilante juventud se fueron apagando hasta llegar al momento presente que apenas quedaban resmas de lo vivido.
En realidad, Mati y yo languidecíamos de la misma condición. Conformamos una pareja para los que la vida era una colección de derrotas. Aun con todo, las derrotas y las grietas por donde se nos escapó el entusiasmo, al menos a mí me restaba algo de esperanza. Ignoraba si a la vecina sorpresiva que acababa de conocer, le ocurríalo mismo.
Acarreamos muebles, ropa a pura brazadas y subimos los pisos a cojetones. Mati, al contemplar mi casa, mostró un exagerado entusiasmo que yo estaba lejano a sentir. Cuando, al cabo de varias semanas, conocí la suya, comprendí el porqué del pasmo de alegría.
La casa de Mati conservaba el mobiliario inicial. De principios de siglo XX, quizá. Muebles de madera maciza con torneados poderosos, de color oscuro. Cortinas de cretonas descoloridas por miles de solanadas que amputaban el sol y la misma claridad que pugnaba por adentrarse en los cuartos rezumantes de tristura por los cuatro costados. El pasillo, que en mi casa ya mostraba angostura, en la suya era sima profunda que se adentraba en un oscuro pozo que conformaban las estancias agrietadas por los años pasados en ellas.
Un olor a guano, a polvo almacenado por el tiempo, intangible, porque la casa estaba limpia, pero de forma sutil se mostraba la polvorienta cara de la senectud.
Con grititos felices, Mati se adentró en mi casa, abriendo puertas con la sorpresa que un niño recibe los regalos de Reyes. Contemplaba extasiada mis mediocres cuadros que colgaban, perdidos, en la inmensidad de las paredes coloreadas. El salón comedor, magenta, pintado casi con la rabia de un grito. Mi habitación, de azul…Siempre fueron de color azul. El estudio de pintura, blanco; para que molestarme en poner color si en breve los manchurrones y salpicones de los oleos y de los aceites de pincel decorarían y cubrirían el lienzo de las paredes, sin piedad ni perdón.
En la cocina respeté el azulejado, pero le decoré con figuras animalescas de infinitos colores convirtiendo una lúgubre estancia con porte de quirófano antiguo con fresquera debajo de la ventana, como vestigio de tiempos pasados, en un amasijo de estampas coloreadas sin apenas mesura. Había otra habitación más, que enseguida titulé, con un autoengaño que me hizo sonreír, de invitados. Bien sabía yo que no habría invitados. Con una familia desgañitada por el desprecio ante mi liberación después de años manteniendo el velo que cubría una condición sexual que me pareció una pesada cadena hasta que la solté y asumí la vida como algo llevadero y sin más compromiso que ser medianamente feliz a ratos. Los amigos escaseaban , los que quedaban vivos después de la remesa de fatalidad que arrasó los años ochenta y noventa, y aún los en el dos mil, se escondían, como yo, entre la soledad, el miedo y la fatalidad. El entusiasmo con que comenzamos la vida, se la llevaron las resmas de una bacanal de libertad gritada y vivida sin miedo. Como si pagáramos las consecuencias de querer quebrantar el destino de los diferentes, la fatalidad nos premió con la peste. Tantos fenecieron que los que quedamos andábamos patizambos y alicaídos como pidiendo perdón por haber sobrevivido.
No habría invitados pero eso no me privó de pintarla de color salmón para amortiguar la grandilocuencia de un viejo aparador que no tuve fuerzas para remozar y se fue quedando en espera de tiempo para realizar la reforma que nunca se dio. Una cama cuyos muelles sonaban sin contención y un armario de luna que quedaba en el piso de sus antiguos propietarios y que utilicé, pensando que pronto me desharía de él cosa que no ocurrió.
Con el baño no tuve valor de entablar un remozamiento profundo. Adquirí un armario, colgué unas baldas, un espejo que sustituyó al moteado de manchas oscuras que cubría de pared a pared, la parte principal, dejando, en cambio, el lavabo de pie que más parecía baptisterio que lavamanos. La bañera era profunda, larga, lucía cuarteada cual loza desechada pero fue agasajada debidamente por baños de inmersión con los que me premiaba después de mis salidas o de las extenuantes noches de actuación, donde dejaban las escarchas y lentejuelas del maquillaje que al fin, se iban, por el agujero del agua.
Porque no he contado. Dos o tres noches al mes actuaba en un lugar de ambiente, dando rienda suelta a mi otra afición. El travestismo y la farándula.
Me convertía por unas horas en Lola Flores, o Isabel Pantoja, o Lola Picón, que era una creación personal ante la que derrochaba mi arte entremezclado de contoneos y de una voz que a veces saltaba por encima del playback dejándome llevar y produciendo gallos que el personal cercenaba con sus protestas.
Lola Picón era Alfonso Secadas, o el reverso de Alfonso Secadas. No es que me sienta mujer, que no. Es que me siento artista y el deseo de ser admirado subido a un escenario, aunque sea tan ficticio y falso como las prótesis que me ponían debajo del traje, me producía alta satisfacción. Esas noches confabulaban la soledad y compensaban en parte una existencia amarga y triturada por la nostalgia.
Colocamos al fin los atalajes de la nueva casa. Mati, con una amabilidad que agradecí mucho me ayudó a poner algo de orden en el desaguisado de cajas, paquetes y bolsones que cubrían el espacio común. Al rato, marchó a dar la cena a la madre y también hacerlo ella , al poco, tornó con timbrazo breve a mi puerta, con una cacerolita de sopa de pollo con tropiezos de huevo cocido, trocitos de carne y pimiento rojo, además de una tortilla francesa.
-Te dejo esto, Alfonso, para que cenes porque imagino que no tendrás ganas de hacer nada, con tanto trasiego-
-Ay, Mati, cuanta amabilidad, por dios. Más que ganas es que no tengo nada en la nevera. No tuve la precaución de hacer la compra, agobiado como estaba, por el traslado-
-Ves, pues tienes la cena, al menos. Mañana preparo café y te lo traigo de mañanita, si no te molesto-
-Como vas a molestar, mujer, al contrario, no puedo menos que agradecerte…-
-Nada, nada. Los vecinos se ayudan, quien sabe lo que nos depara la vida por lo que debemos estar hoy por ti, mañana por mí-
La tomé de los brazos, emocionado. No acostumbraba a sentir el calor humano desde hace tiempo, forjado por el caparazón de la autodefensa que se convierte en aislante del vecino más que caparazón venturoso.
Mati se convirtió, a partir de esa primera noche, en alma protectora de mi soledad y poco a poco forjamos una complicidad simple, con las palabras justas y el entendimiento preciso para hacernos compañía sin molestar.
Todas tardes al llegar de sus variados trabajos, antes de la sumergirse en la cena y el adecentamiento de la madre, pasaba a casa y nos regalábamos el rato de conversación que reducía el día y sus avatares a unas sencillas anécdotas sin mayor trascendencia pero que nos complacía compartir.
Tomábamos un café y unas pastas o bizcocho que yo solía preparar para endulzar la jornada, anodina y cansada por parte de ella. Anodina, sin más, por mi parte.
Mati, limpiaba casas. Trabajaba en una empresa de cuidados y limpieza de hogares ajenos; cada día le adjudicaban un domicilio al que debía prestar todo empeño para dejarlo repulido y adecentado, aunque en origen fuera auténtica cloaca. A veces me refería a lo que se enfrentaba en su dura jornada y no podía reprimir la náusea. Ella lo tomaba tal como era, sin alarde de repulsión o desdoro. Fue educada para ser esposa y madre, dominó sus manos para primorosos bordados de un ajuar inútil, confeccionaba platos exquisitos que nadie degustaba (ahora yo, porque alentada por mis parabienes, cocinaba ricuras que me pasaba a poco que mostrara interés. Es más, creo que mi presencia la espoleo a hacer más y mejor) La sumisión, el recato y las buenas maneras conformaron sus conocimientos. Sabía distribuir una mesa con rigor, planchar y coser con alevosa paciencia y hablar con decoro y calma bien sentada con las piernas juntas y plegando los pies en pareja. Por lo demás, Mati, no tenía más pericia que las cosas inútiles que ya no se valoraban, por eso, al frustrarse la vida prevista, el descalabro la cogió a contrapié. No se quejaba, ni parecía molesta con el destino que la tocó. Lo aceptaba con el estoicismo de las personas sabias. O doloridas sin esperanza.
Sus manos, enrojecidas y callosas, reflejaban a las claras el duro trabajo que desempeñaba. Había tenido un marido que unos imprecisos años atrás la abandonó, hastiado de compartir tiempo con una vieja que hacía de la queja y el suspiro profundo norma de vida además de que el olor vetusto a enfermedad antigua suplirían la amalgama vital que pudo ser su vida. Mati no lamentaba el abandono. Ni lamentaba la dedicación a la madre que apenas sentía, aletargada ya en nubes de medicamentos que la adormecían sin evitarle dolores imprecisos. Pero Mati tenía una salida, una afición que compensaba su tedio de vida y le replicaba a la nostalgia con cierta alharaca de placer. Una afición donde vertía el virtuosismo de unas manos atenazadas de sabañones y calcinadas de lejía pero que no perdieron el apresto de conformar la belleza labrada con aguja e hilo.
La afición de Mati había partido del casi olvidado viaje de novios. El marido, andaluz que llegó a las tierras del norte, como tantos, en busca del trabajo que pudiera liberarle de ser un bracero como sus antepasados. Conoció a Mati cuando para ambos aun la juventud brillaba con expectativas. Le habló con las eses brincándole en la boca y a toda hora de la luz del sur, de la alegría de su tierra, y del tedio que le invadía ante el sopor de las tardes invernales vestidas de plomo y alejando la euforia a golpe de lluvia fina. Cuando se casaron, decidieron pasar la luna de miel realizando un recorrido por diversos puntos de esa Andalucía que tanto añoraba el marido y a Mati la dejó sin aliento, con tanto chirigoteo, jarana y vino. La agotó tanto sol, la tierra seca o la exuberancia del olor a azahar y los naranjos floridos. La atoró el cosquilleo de la chachara dichosa que rezumaban la familia sureña. Llegó agotada y añorante pero portando la visión que le quedó prendida para siempre en sus pupilas adentrándose con paso firme hacia su corazón.
Mati, en Andalucía, se enamoró de las vírgenes. Quedó deslumbrada por las hermosas caras que reflejaban los sentimientos más preclaros del sufrimiento y de la santidad. Los mantos, las joyas que adornaban a las señoras que pernoctaban en las hornacinas, la encendieron la imaginación, provocando un abrasamientode pasión que no remitió al volver a las lúgubres tierras norteñas. Al contrario. Con la ausencia se incrementó el deseo de la mujer de vestir a las vírgenes que poblaban las escasas ermitas de Villamar.
No era su ciudad ni su tierra amante de folklorismo coloridos como los andaluces. Las vírgenes norteñas eran lánguidas madres o penumbrosas señoras que lloraban al soslayo del altar mayor contemplando desde la distancia los sinsabores de una madre huérfana de hijo. Con mantones oscuros, velos que nublaban el rostro y manos limpias de oros, no como en el sur que el redoble de luceros que manaba del joyerío matritense obnubilaba a los fieles con su esplendor. Mati, se propuso cambiar eso.
El deseo se volvió obsesión hasta el punto de realizar encargos de nuevas imágenes que vestía de arriba abajo con lo más lujoso y policromado que encontraba a su paso. Decía, casi con enfado, que nuestras vírgenes no tenían expresión. No miraban ni sonreían, tampoco lloraban como las del sur, que eran todo un torpedeo de sentimientos profundos que empujaban a la veneración. Las nuestras era frías, gélidas como el paisaje que saliendo de verdes y el terroso de los días de plomo, no había más paleta.
Después del abandono marital, a Mati se le agrandaron aún las ganas de las vírgenes y mantenía en su casa un habitáculo dedicado al menester de forjar las vestimentas de unas cuantas señoras angelicales de la región.
Ganada la fama con las primeras, se corrió el rumor de parroquia en parroquia hasta llegar a los pueblos más perdidos que demandaban su arte queriendo adecentar a sus icono con los mantones, vestidos y escapularios de santa María. Acabó extendiendo su arte al Niño Jesús, que le fue engalanando con los lujos procedentes de una reliquia lujosa.
Nada más ver el caballete y comprobar que en mi casa había un estudio concibió la idea de que yo decorase sus caras, labrase a golpe de pincel gestos mayestáticos, tristes o amoroso de sus señoras. Al poco, lo amplió a encargos de cuadros y lienzos que engalanaba con sus confecciones ofertando a los curas párrocos una especie de virgen pintada en lienzo pero vestida con ropajes y agasajada por primorosos bordados en oros y platas, incrustados cenefas por piedras multicolores.
Agradecí el impulso que Mati ofreció a mi precariedad y me apresté a cumplir los variados encargos que pronto salieron de las fronteras de Villamar para adentrarse en comunidades vecinas, así como a particulares envidiosos del arte purpureo de su santas vírgenes.
Un sábado, que yo no actuaba ni tenía previsión de diversión mayor, concebimos con celo una merienda que por primera vez sería en su casa. Notaba el pudor que sentía mi querida vecina por mostrar sus aposentos, que sentía anticuados en contraste con mi floreciente habitáculo porque para esas alturas, las flores crecían en ventanas y lustraban jarrones en cada esquina, así como las escasas solanadas se adentraban en los cuartos llenando la casa de un cálido rumor a calle y a foro encendido.
-Tu casa me recuerda a Andalucía. Tanta luz, tanta flor, tanto color, ¿no te abruma tener siempre las ventas abiertas?-
-No, al revés, me ahogo si cierro. Aun en invierno prefiero gastar en calentarme que cerrar a cal y canto. Hay que ventilar, Mati, que nos come la miseria si dejamos cerrado-
-Tienes razón, por eso eres tan alegre. Yo, en cambio, con lo de mi madre, no puedo abrir mucho por si entra frío y se pone peor-
-Que va, el aire no ha matado a nadie, mientras que la oscuridad y la falta de oxigeno apagan a las plantas. A las personas, igual, Mati. Ventila, mujer, que entre el poco sol que tenemos en esta tierra tan cansina de grises-
Al adentrarme en su casa percibí el olor sutil que debe tener la muerte cuando se aposenta, cómoda, en una vivienda. De refilón vi a la anciana, que yacía en la cama bordeada por sábanas de hilo festoneadas por tira bordada y un cobertor de sublime y enmarañado ganchillo que desdibujaban la blancura nívea de un rostro que era reflejo exacto de las representaciones mortuorias. Frascos de medicinas se arracimaban en la mesilla de noche, una bacinilla de porcelana blanca pulcramente decorada con florecillas azules, asomaba debajo de los flecos del ganchillo, también unas zapatillas chancleteadas sacaban el hocico por debajo del cobertor. El galán de noche se vestía de una luenga toquilla negra y un crespón que bien podía ser manta de acompañamiento. Una tenue luz se filtraba por los rieles de una persiana bajada pero no del todo mientras el parpadeo de una capillita de San Antonio presidia la otra mesita de noche escoltando y dando amparo a la vieja.
-Ahí la tengo. Pobrecita. Así va para veinte años, desde que un mal día se le cruzó un derrame y me la dejó inutilizada para todo. Ni viva ni muerta, porque la parca, parece que anda en el pasillo por donde se transita, contemplándola, mientras ella quedó atrapada. A veces pienso, que no morirá nunca y será considerada un ser transitorio-
Contemplé a Mati mientras caminaba por el pasillo hasta el estudio donde confeccionaba sus mantones y tenía preparado el refrigerio, dándome cuenta que lo decía completamente en serio, sin un atisbo de sarcasmo en sus palabras.
Al abrir la alcoba, el ambiente tornó muy distinto. Lo que fuera era oscuridad se tornó calidez. Lo que se mostraba siniestro en el resto de la vivienda, aquí era pura dulzura. Contemplé los numerosos cortes de terciopelos, cretonas, sedas, cashmire, crepe, chalis, tules, plumetis. También había telas más vastas, popelín, viscosa, lino, chifón y alguna de algodón que servía para reforzar interiores. También había hilos multicolores que adornaban los diversos baulitos con las hilaturas y las diversas agujas para la labor. Una mesa, que debía servir para cortar, se había despejado y lucía lo que bien podría ser el esplendor envidiado por la mesa de un marqués. Mati había dispuesto un servicio de té, con tacitas minúsculas y afiligranadas, la tetera briosa soltaba humo por el pitorro mientras unas pastas multicolores también reposaban en la bandeja de plata con más filigrana que haya visto en mi vida. Dos taburetes pulcramente labrados cuyos sillines mostraban un encaje impoluto nos esperaban para sentarnos.
-Mati, me deslumbras con este lujo de reina-
-No recibo a nadie en mi casa, así que es un honor poder agasajarte con las cosas que llevan guardadas desde tiempo que no puedo recordar. Son vajillas de mi madre o de la suya, porque era de familia con posibles. Venida a menos, como podrás ver, pero casi de aristocracia-
Sentados, mordisqueando las pastas y tomando a sorbitos el té, dejando que enfriara nos contamos la vida mientras la tarde decaía hasta sorprendernos la noche sin apenas percibir el paso del tiempo.
Esa jornada fue el inicio de una tradición. Cada sábado, en cuanto daban las cuatro campanadas tenues en el reloj del salón, donde Mati sesteaba después de la jornada de trabajo y de comer frugalmente “para hacer sitio para la merienda, Alfonso” preparaba el ágape. A las cinco y cuarto, de forma inexcusable, yo cruzaba el pasillo que separaba nuestras puertas y el din don del timbre, anunciaba mi presencia y el menudeo de una tarde festiva que fue y sigue siendo para ambos, motivo de regocijo. Algunas veces se atreve a dejar a la madre sola con la lamparita del santo bien encendida como protección y se engalana como quinceañera para ver mi espectáculo. Le dedico alguna que otra copla, de las que se le gustan. He tenido que desempolvar a Marifé de Triana, pero por Mati lo que sea. Disfruta como niña chica y yo no puedo sentirme más orgulloso de que sea por mi arte.
Mati, sigue confeccionando mantos para sus vírgenes. Yo pintando los cuadros que las parroquias me encargan, de forma que me he convertido en el artista aclamado por todas las beatas de varias provincias y con los ahorros, nos proponemos hacer un viaje a Roma, para inspirarnos.
Claro, que será cuando la muerte se acuerde de la señora que languidece en la habitación y nos tememos que esté demasiado entretenida con otras gentes.
María Toca Cañedo
Dedicado con todo mi cariño, admiración y respeto a las personas que desgranaron arte y ternura en los duros años de plomo. Paco España, La Otxoa, Gilda Love, y tantas otras que hicieron vida del transformismo.
Un precioso relato!
Jo, Maria que cosas escribes
Te juro que tiene punto de realidad…lo más inverosímil del relato, es real. ¿Cómo te quedas?