La línea que separa la normalidad del resto es muy fina, en cualquier momento puede quebrarse. Pertenezco al grupo de la población que está fuera de ese límite.
En mi caso, debido a un accidente de coche con mi tía abuela, sufro un trastorno de la memoria. No se trata del binomio pérdida de memoria del que tanto se habla hoy en día. Como si la memoria solo se pudiera perder. Si estoy fuera de la normalidad se debe a otro desorden.
A partir del accidente a los dieciséis años, en determinadas ocasiones, experimento una implantación de recuerdos. Parece una novela de ciencia ficción, lo sé, el tema está ya muy manido, se repite en libros y películas. Yo tampoco daba crédito cuando me lo comunicó el neurólogo que me trató. El golpe recibido en el lóbulo temporal había provocado una ligera fisura en el hipocampo que permitía la no inflamación de la célula, y de ahí que mi memoria se modificase.
Después de pasar mes y medio lesionado en una cama de hospital, cuando me dieron el alta, me alojaron en la casona familiar al sur del Guadalquivir, en Villa Gurugú. Allí, entre los mimos de la tía abuela, que salió ilesa del percance, y los padres de mi padre, tuve mi primer brote memorístico al que aludía el doctor.
Andaba buscando en el ropero una camisola para la abuela Pepa, cuando, sin querer, rocé una de las paredes. Las voces surgieron del papel y pude oír claramente las conversaciones que mantenían los abuelos cuando se retiraban por las noches a su habitación. Como dicen, las paredes oyen y hablan. En un primer momento, creí que la Pepa y el Alberto estaban en la sala contigua y que por eso podía oírlos. Me dirigí silencioso en su busca. No los encontré, no estaban sentados a la mesa camilla del mirador. Si bien el hecho me turbó, no le concedí demasiada importancia.
Más adelante, al limpiar el polvo de la casa me paré en la cómoda de la habitación del noroeste, la que solía ocupar la tía Lali, casada con uno de mis tíos. Al coger el cepillo del pelo, la escuché muy claro desprestigiar a la abuela Pepa, decía que estaba loca, que sus historias no tenían ningún fundamento, que se creía Dios. A Lali, en realidad, no le gustaba ni mi abuela, ni ninguna persona de edad avanzada. Los trataba mal, con despecho, sirviéndoles las peores raciones de comida, ridiculizándolos siempre que tenía ocasión. A mí tampoco me quería, se reía por verme barrer, limpiar, fregar… Ella había sido educada en la división de tareas por sexo y no cabían excepciones; yo, para ella, era un amariconado. El único ser importante para Lali era su hijo Fede, que creció como el típico niño mimado, vago y sin voluntad propia. Si ha conseguido abrirse camino, ha sido gracias a las influencias de la familia y a que, cuando se casó, su mujer le afilió al partido político del momento. ¡Benditas autonomías que le han proporcionado más poltronas para sentar sus posaderas! Ahora, cerca de los sesenta años, debe de pesar más de cien kilos y tiene ojos de bovino castrado.
Mi convalecencia se caracterizó por un estado de sorpresa continuado. Lo escuchaba todo sin osar nunca decir una palabra, pues no podía probarlo. Allí se fueron revelando los secretos de familia a través del marco de una foto, un plato de loza, la caja de costura. Mil historias que el tiempo guarda en los cachivaches de una casa.
Otras veces, mi trastorno parecía más bien el de un cronista: al acercarme a un árbol y colocar mi mejilla en su corteza podía trasladarme a otras épocas. Alrededor de la finca, entre peonías y bosques de encinas, cuya edad puede alcanzar los mil años, me llegaban vestigios medievales, apoyado en algún tronco. Algunas de esas conversaciones, que cruzaban las dimensiones cuánticas, incluían a los fundadores del linaje Dulce, mis antepasados tal vez.
El doctor Ronco, mi neurólogo, ha trabajado este trastorno con físicos, en concreto los que se ocupan de agujeros negros y de viajes galácticos. Parece que la vía para viajar en la cuarta dimensión no es la creación de máquinas de neutrones, sino este corte en el hipocampo que produce inversiones temporales. La memoria acumulada en los objetos puede ser percibida por los humanos, es más puede proyectarse a ellos. Todavía es una teoría. Hay que probar, descartar, volver a enunciar, trabajo de científicos.
En cuanto a la gente con la que me relaciono, al principio creyeron que era una farsa, que se trataba de alucinaciones o de algún tipo de locura transitoria. Se me presentó la ocasión de desmentirlo en el caso de los asesinatos de Palencia. Cuando llegué al lugar del crimen pude percibir al autor de los hechos. Fue cuestión de horas que la guardia civil lo detuviera. Ahí quedó demostrado que había un fondo de realidad en mis percepciones.
Sigo colaborando puntualmente con los cuerpos de seguridad del Estado, aunque este tipo de trabajo no me gusta e intento evitarlo. Lo paso mal cuando me llegan los alaridos de las víctimas, me entran sudores fríos y la voz se me quiebra; el susto y el miedo aprisionan mi cuerpo. Diferente es cuando me llegan delitos fiscales, entonces hasta disfruto.
No alardeé de mi trastorno, intenté mantenerlo en secreto y dado que se trataba de una disfunción memorística estudié Historia en la Universidad. Fue muy fácil, prácticamente no tenía que estudiar nada, leía mucho, eso sí, y me dedicaba a pasar mis manos por museos. Solo hubo una asignatura que se me atragantó: Historia del Arte. La impartía un hombre de traje y rosario en mano. No aceptó mi teoría sobre la homosexualidad de Enkidu y Gilgamesh, que me llegó a través de una pieza sumeria visitando el PergamunMuseum en un viaje por Berlín. En aquellos años todavía no se hablaba de ello, me suspendió y me reprendió por mi mente calenturienta. Tuve que optar por cambiar de profesor para obtener el diploma. No importa, él se ha quedado con su cruz y su dogma; a estas alturas, ya habrá otra interpretación del poema de Gilgamesh.
En cuanto a mí, paradójicamente, me he especializado como marchante de Arte. Es donde se mueve más dinero sin duda, y además, tengo interés en desentrañar la historia familiar, que atesoro desde mi adolescencia.
Trabajo para una reputada casa de subastas. Cuando toco una pieza, me llega su autoría, así de fácil, sin análisis químicos, ni dataciones de carbono. En ocasiones, me voy de las subastas sin pujar, ni decir una palabra. Se venden demasiados objetos falsos. Algún día alguien lo publicará, yo lo voy escribiendo todo en una especie de autobiografía. De momento, no voy a desvelar nada, no puedo demostrarlo y sería una forma de lesionarme profesionalmente.
Los museos no se escapan a esta comercialización. No les culpo, mantener una estructura de salas, conservación de obras, sueldos de expertos, es demasiado caro. Las entradas no llegan ni a sufragar una mínima parte del gasto y los Estados con sus dotaciones en los presupuestos tampoco. Se falsean firmas, aparecen cuadros en fondos ocultos, ya saben, mil historias a las que nos acostumbra la prensa. Mi especie de libro de memorias va tomando un volumen considerable.
En mi trabajo me limito a escribir informes técnicos para las empresas; en mi vida personal sigo buscando y escribiendo. Lo que realmente me interesa, el objeto final de mi estudio, es descubrir las falsedades que sobre los Dulce se han vertido y quién lo instigó. Y en ese punto me hallo, porque como sabrán lo que mueve el mundo no es el dinero, sino los secretos de familia. Desde Adán y Eva, hasta nuestros días, las intrigas de sus miembros escriben la Historia.
Arancha Naranjo
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