Por pura fatalidad los dos gemelos Jenks nacieron muertos, con los cordones umbilicales enrollados al cuello,
Las abuelas de los niños se apresuraron a vaciar cajones llenos de ropa diminuta y a desmantelar las cunas. No había tiempo que perder y lloraban sin dejar de arrancar cortinas recién colgadas, mientras se asomaban a la ventana y lanzaban al cubo de la basura osos de felpa y chupetes precintados.
Todo el vecindario escuchó a la madre aullar noches enteras cuando volvió del hospital. Algunas veces ell padre salía a hacer la compra y empujaba sonámbulo un carro vacío por los pasillos del súper. Cruzaba las calles con los ojos cerrados porque veía a sus hijos de piel azul en todas partes. Se preguntaba si uno podría estar siempre así, muriéndose por dentro, ahogándose a solas en un río tan negro.
Pero un día los gemelos Jenks decidieron dejar de estar muertos. El padre se había marchado hacía algún tiempo y la madre vagaba por la casa, llenando la bañera de agua, colgando corbatas de las lámparas, asomándose tanto al alféizar que hasta la muerte se compadecía por más veces que aquella pobre mujer la buscara.
Solo ella los vio venir por el jardín desierto. Sus hijos trotaban simétricos en dirección a la casa, tan rubios como rubia había sido la abuela Jenks. Sabían reírse como dos niños vivos, vivos de verdad y la madre sintió un orgullo repentino. Pensó que estaban muy altos para su edad y que eran, sin duda, los chicos más guapos del barrio. Adivinó de pronto el nombre de los dos, su postre favorito y el cuento que solía contarles todas las noches, Amó de inmediato, con todo su corazón, las benditas muescas que habían trazado diez mil carreras de triciclos rojo en el flamante suelo roble del pasillo. Supo entonces que no había tiempo que perder. Por puro instinto la madre tiró de las mangas de la rebeca gris para cubrir del todo sus muñecas vendadas y sin pensarlo más salió a abrirles la puerta, antes de que llamaran.
(Imagen de Frieke Janssens)
Patricia Esteban Erles
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