¿Qué nos detallan los cuentos populares? Normalmente es la historia de un héroe, el relato de alguien que acabó comportándose como tal cuando no estaba destinado a serlo.
Podemos convenir en que los relatos son la matriz originaria de la cultura, bocetos que nos sirven para adquirir nuestras primeras nociones acerca del bien y del mal. Luego crecemos y nos hacemos más complejos.
O eso creemos.
De hecho, si los pensamos así, como bocetos culturales, los cuentos son —deben ser— repetitivos: al reiterarse aquí y allá, en esta y en aquella cultura, es por lo que proclaman algo importante y universal, un repertorio de valores, normas, reglas con las que deberíamos conducirnos.
En dichos relatos aprendemos qué es el miedo y el coraje; quiénes obran mal y quiénes actúan bien; qué es la camaradería, la solidaridad, la traición.
Ya sé que su esquema es básico, muy primitivo, y que las funciones que se atribuyen a los personajes son previsibles.
Lo hemos leído en nuestros libros infantiles, lo hemos escuchado y lo hemos visto en esos filmes que tantos detestan: las adaptaciones de Disney.
Las muchachas siempre aparecen como material frágil y los varones son machotes fiables: o, mejor dicho, fiables son los varones buenos, porque fuera de la madrastra de Blancanieves y alguna arpía más, la población de los malvados es mayoritariamente masculina.
Con ello, los cuentos no yerran, sino que expresan una evidencia frecuente: la fuerza bruta suele ser condición y patrimonio de los hombres. ¿Y las arpías? Pues éstas suelen ser almas corruptas pero sibilinas.
En función de este esquema tradicional y muy simple, el héroe suele ser un varón originariamente timorato y luego intrépido, alguien que se enfrenta a un rufián odioso: un malvado en el que todo, hasta el aspecto, pregona su villanía.
El protagonista es un muchacho o un adulto, alguien que primero se acobardó para luego enfrentarse a su enemigo.
Todo suele empezar con un orden roto, con un caos originario: el secuestro de una princesa, el robo de un tesoro…
El animoso hombre se vale de amigos, de ayudantes que lo auxilian en las circunstancias graves por las que se le hace pasar. Pero ese varón no sólo cuenta con subalternos: se las tiene que ver también con traidores.
Ah, el traidor, qué personaje tan interesante: expresa una parte fundamental de la conducta humana, su doblez. De los traidores nos fiamos inocentemente por su apariencia embustera: dan el pego.
Parecen de los nuestros y equivocadamente los juzgamos aliados. Pero pronto, bien pronto, descubrimos el error: tratan de beneficiarse o de salvarse a solas.
Es más, tenemos serias dudas acerca de la presunta maldad que le hemos sorprendido. No es posible, nos decimos: no es posible que alguien obre con tanto fingimiento, con tanta simulación.
En los relatos de Disney, las circunstancias están muy edulcoradas y al final los buenos logran lo que persiguen, mientras que los malos reciben su merecido.
Por el contrario, en los cuentos populares de antaño, la fiereza y la crueldad no acaban, y su desenlace sólo es una suspensión temporal de las dificultades y del horror.
De mi experiencia infantil recuerdo la ambivalente atracción que los traidores me provocaban. Por un lado, yo quería ser un chico modoso.
Justamente por esto debía condenar la astucia de que se servían los villanos y los traidores para derribar al bueno. Por otro, no acababa de explicarme por qué había gente que estaba en ambos lados de la moral.
Los traidores no eran la encarnación del mal absoluto, sino que expresaban inmejorablemente la débil condición humana. No sé: llevados por su codicia o movidos por su mala cabeza, a los felones los veía humanos, demasiado humanos.
Uno no podía ser héroe todo el tiempo y, por tanto, con frecuencia se dejaba arrastrar por conductas impías o renegadas. Los veía, en fin, como gente muy semejante a nosotros, los niños.
Queríamos ser héroes, pero a la postre nos contentábamos con salir airosamente, como los más astutos traidores, como los villanos más peligrosos.
Sí, ya sé que al final, en los relatos, cada uno recibe su merecido, pero la tristeza en que quedan sumidos los villanos y los felones hacen que me apiade de ellos.
En fin, lo mío no tiene cura.
Justo Serna.
Deja un comentario