La consulta no era como yo la había imaginado, pero después de varias semanas me acostumbré. Ni repisas llenas de libros ni alfombras asiáticas. Tampoco muebles de diseño alemán o paredes revestidas de madera. Sí tenía un diván, de esos típicos que había visto en las películas. También un gran ventanal desde donde se veía la alameda estirándose en la distancia bajo las copas verdes de los árboles. En otoño serían amarillas y rojas, y en invierno solo ramas grises, desnudas y delgadas, a la intemperie.
—No, yo no me consideraba una niña solitaria.
—¿Tenía usted amigas, entonces?
—Sí, sí. Y me encantaba traerlas a casa para que se quedaran a dormir, ya ve. ¿A quién no le gusta una fiesta de pijamas cuando eres pequeña? Mi papá no me dejaba cuando tocaba en su casa, decía que ya tenía bastante con cuidarme a mí. Pero mamá, sí. A mamá le encantaban mis amiguitas. Los fines de semana que me tocaba con ella siempre me proponía que invitase a alguna. Se volcaba con todas. Podían ser del cole, de la clase de gimnasia, de piano… Y las primas, claro. Aunque, ellas, hubo un momento en que dejaron de venir.
Hice una pausa y respiré. Di un buche de agua del vaso que tenía en la mesita de metal.
—La verdad es que el acontecimiento excitaba más a mamá que a mí. Era ella la que elegía qué camisón ponernos y cómo peinarnos. Sus ojos brillaban embriagados. Tenía una colección de camisones solo para la ocasión y los tendía en su cama para que eligiéramos al llegar a casa. Se metía en el juego. De hecho, ya no recuerdo si la idea de las quedadas era mía o había sido ella la que me había convencido.
—Hace un momento ha dicho que le encantaba.
—Sí, sí, mucho. Me gustaba ver reír a mamá. Recuerdo las risas de aquellas tardes. Era como una niña más. Nunca reía cuando estábamos a solas. Casi siempre estaba furiosa conmigo. Distante, seca. Sin embargo, desde que entrábamos en casa con alguna de mis amigas, su cara se iluminaba. Todo eran hola, queridas; probaos esto, cariños míos; tomaos una copa, queridas…
—¿Les daba alcohol?
—No, qué va, solo teníamos ocho años. Ella bebía. A nosotros nos daba agua, pero preparaba también vasos bajos con hielo y mondas de limón. Como si fueran combinados. Así podíamos brindar todas juntas. Como si fuéramos amigas.
—Entiendo.
—Al llegar a casa lo primero que hacíamos era brindar. Nuestras primeras copas, ya ve. Su botella siempre estaba medio vacía. Después, subíamos a su cuarto. Fuera uniformes, decía. Algunas de mis amigas no entraban al trapo, simplemente se ponían el camisón por encima y ya está. Recuerdo sus caricias. Acariciaba a mis amigas, conmigo nunca lo hacía. Ni cuando estábamos todas juntas. Mamá siempre se sentaba al lado de ellas. Les dejaba probarse sus joyas, peinaba dulcemente sus melenas rubias y largas. Lo recuerdo como si mirara un anuncio de champú. Después ordenaba que mis amigas me lo hicieran a mí. Pero ella apenas interactuaba conmigo. Yo ponía el piloto automático, ya ve. Seguía jugando por deferencia con mis amigas, para que no se sintieran raras, aunque algunas se lo pasaban muy bien. Me decían después que mi madre era muy buena con ellas, que se sentían muy a gusto, que era muy divertida y cariñosa. Yo sonreía y asentía.
Me volteé en el diván y alcancé un pañuelo que había también en la mesilla metálica.
—Después de cenar, mamá llenaba la bañera para mis amigas. Se sentaba en el borde y les ayudaba a enjabonarse. Normalmente, a mí, me mandaba a mi cuarto a preparar la cama nido. No sé para qué, al final terminaban siempre durmiendo con ella. Pero yo lo hacía, me dejaba llevar. En realidad estaba contenta de que mi madre estuviera feliz. Bueno, feliz… Que le gustara estar con mis amigas, ya ve. Eso me enorgullecía de alguna manera. Cuando terminaba de hacer la cama cogía mi toalla y me metía en la ducha yo sola. Ellas ya habían salido. Escuchaba sus carcajadas en la habitación de al lado, bajo el grifo de agua caliente. Quizás llorara entonces, no lo recuerdo. Las lágrimas se perdían por el desagüe, ya ve. Cuando terminaba de secarme, iba directamente a mi cuarto, me ponía mi pijama y me metía en mi cama. Sus risas llegaban ahora acolchadas a través de la pared. Otras veces, si mi amiga no quería jugar con ella, era mamá la que se venía a mi cuarto y se sentaba al lado de la cama nido mientras nos quedábamos dormidas. Recordaré siempre, en la duermevela, el tintineo constante de los hielos contra el cristal.
Anto Ojeda Ballesteros
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