Basta. Basta ya de cerrar los ojos. ¿Qué narices estamos haciendo? ¿Dónde creemos que empieza el cambio? No empieza en otro lugar más que en nuestro espíritu: desgarrándonos y observando meticulosamente nuestras entrañas. Si no aceptamos lo que somos no podremos pretender que el Otro lo acepte. Sabemos que vivimos en el infierno; sabemos que las ratas han invadido la ciudad y que nosotros solo tenemos cabida en las cloacas. Pero miramos por la rendija de la alcantarilla y vemos como las ratas nos enseñan sus dientes; las insultamos y, cuando se han dado media vuelta, nos giramos con nuestro odio y volvemos a las aguas turbias: ocho horas en la fábrica, ocho horas en la cama. Nos quedan otras ocho. Dos de transporte público, dos cocinando. Nos quedan cuatro. Televisión, rabia, ganas de revolucionarse: pero hay que irse a dormir. Votaré a los cuatro años, hablo con la gente para que tomen conciencia: me siento todo un radical. Pero sigo en las aguas turbias: las ratas siguen riéndose de mí y yo sigo con mi crítica dentro de la cloaca, pues nunca me he planteado escalar esa pared sucia, complicada, peligrosa. Nunca he tenido el suficiente coraje de sentarme en el sofá a solas, pensar, hacer autocrítica.
¿Cómo va a cambiar la sociedad si yo soy el primero que ha aceptado su juego macabro? Por supuesto que no es tan fácil, por supuesto que no todas las clases tienen las mismas oportunidades, por supuesto que el fuego no se apagará de la noche a la mañana. Pero comencemos a coger cubos de agua. Comamos con la cultura y cenemos con la reflexión. Preguntémonos qué estamos haciendo realmente por el cambio. Agarremos una libreta y pongamos nuestras inquietudes. ¡Compartámoslas! Cojamos conciencia de nuestro poder: se nos llena la boca con que el trabajador es quien genera la riqueza, pero no nos atrevemos a jugar con eso. El amo necesita al esclavo para sobrevivir, pero el esclavo no necesita a su amo: desea expulsarlo de su vida, chillarle, decirle todas las verdades que se ha callado durante años; pero no lo hace, porque cree que el amo tiene cogida la sartén por el mango. ¡Sí! Claro que el amo hace sus chuletas y la carne solamente se quema con el aceite hirviendo; la carne, presa de su miseria, acepta su condición de ser devorada y calla para que al menos su amo disfrute del manjar. Y la carne piensa que al menos dentro del cuerpo del amo podrá vivir de sus bacterias antes de ser defecada. Sí, hay situaciones extremas, y tanto que las hay. Y, lo peor, que las ratas no quieren heces en su ciudad: las heces van a las cloacas. Y yo como excremento me niego, me levanto y vuelvo a contemplar aquella sucia pared que escalar. Pero antes me miro al espejo: reconozco mi miseria, mi oscuridad interior y mis posibilidades. Paso la rendija y miro a los ojos a las ratas. Ya no soy una mierda, vuelvo a ser carne. Vuelven a comprarme y a cocinarme. Tienen la sartén por el mango, me siento vulnerable. ¿Voy a volver a las cloacas? No. Saco toda el agua de mi interior y el aceite hirviendo salta en la piel del amo. El amo necesita comerme, pero yo no necesito que él me coma. La carne se pronuncia: toma conciencia de su falta de conciencia. En el supermercado la comida se rebela; y los amos necesitan comer. Las ratas observan como aquellos que les proporcionaban sus jaulas se consumen. Adelgazan a una velocidad de espanto y algunos huyen, desaparecen, mueren. Las ratas, asustadas, se atrincheran en las jaulas. Intentan meter miedo: culpan a las heces del mal olor de la ciudad, pero no se dan cuenta de que ya no hay heces: solamente humanos. Son ellas quienes apestan. Son ellas ahora las que se dirigen a su hábitat, las que bajan la sucia pared y vuelven a las aguas turbias. Son ellas las que ahora ven a los humanos en sociedad. ¡Pero cuidado! Porque las ratas escarban demasiado rápido; se cuelan entre nosotros sin que nos percatemos. Incluso hay familias que tienen algunas de mascota mientras estas planean escapar. Cuidado, porque manifestarse contra el Yo es una tarea que debe hacerse día tras día. Y no hay cambio posible si el Yo no cambia antes que la Otredad.
Eder Santana Rodríguez
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