Mercería Olvido

El día que Juan Castillo conoció a Olvido Alcocer, un sol apocalíptico había planeado eliminar todo rastro de vida en aquel pueblo donde solo aterrizaban con comodidad los aguiluchos y los turistas alemanes que cada año se tostaban allí mientras fotografiaban el lago desde una fortaleza clavada en lo alto de un picacho agostado y levantisco.

No se atrevió a trepar por las callejuelas medievales con el Seat 1500 por temor a ser atrapado en una emboscada de esquinas insorteables y cuestas traicioneras. Las escaló a pie, perezoso como caracol octogenario a pesar de sus treinta años, cargando el muestrario de zapatos deshermanados, cabizbajo y agotado, dejando tras él un rastro de soledades y desventuras inconcretas, como los exiliados que ahora volvían a la patria tras la muerte del dictador.

Ya en la plaza se apoyó contra la pared de una cafetería, a la sombra de una araucaria, y entonces vio el local por primera vez, al otro lado de la calle, con un toldo amarillo moteado de excrementos de palomas peregrinas. “Mercería Olvido”, rezaba en la fachada, y se arrastró hasta el interior tirando de la maleta con el muestrario. En las tiendas de los pueblos relegados por la fortuna se vendía de todo y decidió probar suerte.

-¿Viene usted a comprar o a vender? –Le preguntó Olvido Alcocer desde la penumbra del local, al otro lado del mostrador, con una sonrisa mortecina y sensual que le congeló la sangre a pesar del calor bíblico que fundía al pueblo.

Sintió que los ojos grises de aquella mujer le cartografiaban el alma sin pedir permiso. Su corazón se aceleró. Las manos le temblaron. Sacó un pañuelo y se enjugó el sudor de la frente.

-A las dos cosas –dijo por decir algo, y tuvo la impresión de haber pronunciado aquellas palabras muchas otras veces, en otras épocas y otros espacios, en vidas inefables y postergadas, a la misma mujer que ahora le sonreía tras el mostrador.

-¿Un sombrero, tal vez?

Juan Castillo asintió con timidez o con miedo, muchos años después sabría que lo hizo con la resignación de los rendidos. Aquel día ella le vendió un sombrero de Panamá color café que al llegar a casa guardó en una caja de cartón, como una reliquia que solo usaba al coincidir en su vida los días calurosos con las ceremonias irrenunciables, y le compró un modelo de zapatos clásicos de caballero, por simpatía o por compasión -años después sabría que lo hizo con la resignación de los rendidos-, y ni siquiera se molestó en poner una muestra en el escaparate.

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Así fue como Olvido Alcocer irrumpió por casualidad o por predestinación -siempre tuvieron la duda- en la vida de Juan Castillo, en la física y en la onírica, en la verídica y en la apócrifa, y ya no pudo eludir la presencia perpetua de aquella mujer veinte años mayor que él, una presencia tan posesiva y sólida que espantó de su vida al resto de las mujeres del mundo, incluida su esposa, a quien nunca reveló la presencia de una clienta a la que había amado en todas las vidas de su existencia menos en esta, alguien que derretía el alma con la mirada y fundía el tiempo con la sonrisa, allá en un pueblo olvidado en la otra punta del país.

Seis meses después, Juan Castillo volvió a la Mercería Olvido. En un puño llevaba el corazón y en el otro la maleta con el muestrario de verano. El toldo amarillo estaba enroscado en la fachada como un pergamino milenario despojado de profecías. Caía una lluvia torrencial y esta vez se aventuró a subir con el Seat 1500 hasta la plaza del pueblo. Al bajar del coche vio a un hombre en la puerta del local. No necesitó formular preguntas para reconocer al esposo de Olvido Alcocer, una voz milenaria se lo susurró en el alma desde la otra orilla del tiempo.

Aquel día ella le probó un sombrero negro de Borsalino de ala intermedia, de lana, a juego con el traje, y volvió a comprarle otra caja de los mismos zapatos de caballero de diseño italiano que tampoco puso en el escaparate. Juan Castillo se marchó del pueblo con el dolor de haber intuido tras sus ojos una sombra de pesadumbre, el amago de una pregunta impronunciable sobrenadando en la trastienda de sus pupilas. Al llegar a casa pensó que aquella corazonada solo había sido una ensoñación, la desazón producida por el deseo insatisfecho de preguntar y ser preguntado. Guardó el Borsalino en otra caja de cartón y se entregó el resto del invierno a compartir el espacio cotidiano con la presencia incorpórea de Olvido Alcocer.

La vio y la vivió cada día de cada semana de cada mes, sin importarle la presencia callada de la esposa. A la hora de almorzar la sentaba a la mesa y su mirada ahondaba en el respaldo de una silla vacía sin hallar otra cosa que la nostalgia agridulce de las ausencias deseadas. Por la noche la acostaba en el lecho entre su esposa y él, y las pocas veces que su cuerpo se rendía al placer, lo hacía soñando el cuerpo de Olvido Alcocer, una mujer veinte años mayor a quien estaba seguro de haber amado veinte siglos antes y diez siglos antes y cinco siglos antes, en un círculo inconcluso de pasiones y desafueros, tribulaciones y dichas, imposible de cerrar en aquel tiempo y en aquel espacio que agotaba vendiendo zapatos de una punta a otra del país.

Al verano siguiente la vio más triste aún, mucho más delgada y pensativa, aunque infinitamente más atractiva y seductora, como si las inclemencias de la vida y las acometidas del pensamiento jugaran a su favor en la batalla contra los días. Le pareció mentira que tuviera cincuenta años. Se negaba a creerlo incluso cuando revisaba una y otra vez los datos anotados en los albaranes de los pedidos solo por consolarse acariciando con la mirada las líneas colegiales y onduladas de su ortografía. El toldo amarillo sombreaba en la fachada la ausencia del hombre pero oyó su voz al fondo del local, ronca y honda, apagada de afectos, monótona y común. Miró a Olvido Alcocer y de nuevo supo que ella le estaba cartografiando el alma, calibrando con instrumentos de precisión los contornos de sus inquietudes. Hablaron poco, solo del tiempo y de los pedidos, de las turbulencias de la transición política y de los azares comerciales de un vendedor de zapatos triste y común, de asuntos que a Juan Castillo no le interesaban y a ella le dibujaban indiferencias en la mirada, de cualquier cosa que alejara de los labios alguna pregunta personal o comprometedora. Él volvió a comprar otro sombrero de Panamá y ella a encargarle otra caja de los mismos zapatos.

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Y así estuvieron durante los siguientes quince años, contemplándose desde el tiempo tras el mostrador de la mercería, al final de cada verano y de cada invierno, ella sobreponiéndose al tiempo y al envejecimiento con la misma sonrisa en los labios y él soñándola por los caminos del país, en las sillas del comedor, en las sábanas del dormitorio, en la voz de aquella esposa habituada a la indiferencia y a la distancia. Los domingos sacaba los sombreros de las cajas ante la mirada atónita de su mujer, se los probaba frente al espejo y los acariciaba, imaginando frente a él a Olvido Alcocer, sin otra ocupación mejor ni más gratificante que fantasear sus espejismos.

Un verano como otro cualquiera detuvo el coche frente al local, un Renault familiar que había sustituido a un Citroën que a su vez había sustituido al 1500. El sol seguía empeñado en achicharrar a los turistas alemanes, el toldo amarillo sombreaba la fachada y los aguiluchos sobrevolaban como siempre las almenas de la fortaleza. El orden del mundo parecía seguir igual, pero aquel día Juan Castillo sintió en la boca del estómago la mordedura fatal de las ausencias irreversibles, el rastro melancólico de las deserciones definitivas. Al cruzar el umbral le ardía el pecho y las manos le temblaban como el primer día que vio a Olvido Alcocer. No quiso resignarse a la certidumbre de su vacío y la buscó con afán. Tras el mostrador, una joven con el rostro de ella pero con un aura completamente distinta esbozó un amago de sonrisa:

-¿Es usted el representante de zapatos?

-Juan Castillo, para servirle –le tendió la mano. El local estaba despojado de presencias milenarias y de palpitaciones intemporales.

-Mi madre murió este invierno –la joven bajó el rostro-. Mi hermano y yo estamos liquidando el negocio.

Juan Castillo fue a preguntar si le quedaban sombreros de Panamá, pero la joven se anticipó a la pregunta:

-Ella sabía que iba a morir y dejó algunas cosas para usted –siguió diciendo y un joven salió del almacén cargando una caja de zapatos sin abrir-. Mi madre le compraba los zapatos y ni siquiera abría las cajas, rarezas que tuvo siempre –puso sobre el mostrador una sombrerera con la firma Borsalino estampada en la tapa-. Es un fedora de fieltro muy suave. Dijo que a usted le gustaría llevarlo. Le ruego lo acepte.

Juan Castillo acarició con nostalgia la tapa de la sombrerera y fue a dar las gracias, pero la joven lo interrumpió de nuevo:

-También dejó una carta para usted, supongo que serán asuntos del negocio.

Juan Castillo cogió el sobre entre los dedos y lo contempló con nostalgia milenaria. Asintió con un gesto de cortesía y salió de la Mercería Olvido para nunca más volver. Media hora después, cuando el Renault se internaba ya en la carretera general, lejos del pueblo, se atrevió a mirar de soslayo el sobre con la carta de Olvido Alcocer. Sabía que hablaba de cualquier cosa menos de negocios y que cuando llegara a casa y la leyera se vería obligado a leerla todos los días de su vida.

José Antonio Illanes.

Sobre Jose Antonio Illanes 32 artículos
Escritor de novela, relato,poesía. Ha recibido tantos premios que nos llenaría la página, destacamos los siguientes: Premio de Novela Corta Malela Raenes. ,, Nacional de Cuentos Alzahir ,, Poetas del Mundo ,, Narrativa Ateneo de Sanlúcar. ,, Nacional de Narrativa Breve...

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