Ese momento de plenitud en el que escribo y me gusta lo que va apareciendo
La primera vez que bailé algo romántico. en aquella discoteca de la gran bola plateada que giraba en el techo. El lugar, el momento y la emoción son nítidos en mi mente, pero al chico que bailaba conmigo no lo recuerdo en absoluto.
El olor del café recién hecho que inunda la casa por la mañana.
Cuando de niña entraba en el despacho de mi padre, si pedir permiso, y nos sentábamos en las butacas rojas, él siempre dispuesto a escuchar todo lo que yo quería explicarle. (Pero un día, en la comida, pregunté «¿Qué es estar enamorada?» y me respondieron a barullo «Lo sabrás cuando seas mayor«).
El resplandeciente túnel de luz blanca que se abrió ante mí cuando me ahogaba en un lago del Pirineo, y pensé «ya está». Desde entonces ya no le tengo miedo a la muerte.
Cuando, tras una gravísima enfermedad en el embarazo, nació mi tercer hijo, sano, con 4,800 kg, y venían a verlo todos los médicos de los alrededores, porque no se lo creían.
El mediodía, hace más de cuarenta años, en el que mi pareja me explicó que debíamos concedernos un tiempo, pero que no pasaba nada. Y ya no volvió nunca.
Cuando alguno de mis hijos me pide opinión, o me cuenta algo personal.
Cuando mis nietos me miran y me sonríen.
La llamada de un amigo sin motivo aparente.
Cuando puedo abrazar a un árbol.
Ese segundo en el que sientes que por fin te estás durmiendo.
Viajar en tren mirando por la ventanilla cómo escapa el paisaje.
Esa tarde de domingo que decido pasar dormitando en el sofá, mientras en la tele sin sonido va pasando película tras película.
Y la eterna captura del momento presente. Carpe diem.
Luisa Horno
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