Tenemos tanto miedo al relacionarnos que en muchas ocasiones:
Si nos demuestran amor, nos replegamos y huimos.
Si se interesan por nosotrxs, hacemos lo posible por dejar de resultar interesantes.
Si deseamos tener pareja estable elegimos mal al compañero/a de camino y focalizamos en quien no se compromete, quien no está en disposición o quien supone un reto constante.
Si necesitamos mucho afecto, explicamos que solo queremos follar.
Si queremos tener sexo, pasamos una noche de goce con alguien y dejamos de llamar o contestar mensajes después.
Si nos apetece mimar y que nos cuiden, nos comportamos de forma arisca y hostil.
Si alguien en una fiesta nos encanta, le damos la espalda y nos vamos a la otra punta del lugar, rumiando nuestra atracción.
Si una persona nos halaga o demuestra que le interesamos, aún siendo recíproco, nos sentimos invadidos o desconcertadas.
Si empezamos a compartir intimidad sexual y afectiva con alguien y nos entusiasma, pensamos en lo mal que lo pasaremos si se termina y boicoteamos el contacto, comportándonos de extrañas maneras.
Si alguien empieza a querernos, nos entra tanto pánico a que deje de hacerlo y conectar con el vacío que supondría que demandamos atención constante y voraz.
Si alguna persona nos resulta muy muy atractiva creemos que nunca estaremos a su «altura» o que fallaremos como amantes y no hacemos nada por conocerla.
Si comenzamos a amar y somos correspondidos, nos asustamos tanto, tanto, que un día sin saber cómo se nos oye decir:
-No, yo la verdad, nada serio. No estoy para «nada serio».
Fotografía autoría desconocida.
María Sabroso.
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