«Sacando los carbones por tubos a lo largo de galerías por medio de una correa y una cadena que pasan alrededor de su cintura y que después de algún tiempo se vuelven gibosas y deformadas»
Carleton Smith en 1833 denunciando el trabajo femenino en las minas.
“La tierra se comporta como un ser vivo, busca permanentemente recuperar su lugar”, Menciona el minero Luis Pedro Jurado
El primer besu que dí
fue a una neña del Fondon,
como taba trabayando,
tou me Ilenó de carbón.
Copla popular.
Hablar de minería y de mineros supone entrar en la mítica lucha de hombres con la cara tiznada de sombras, con el casco luciendo la lamparilla ardiente que iluminan los caminos de las entrañas terrestres. Son legendarias sus luchas obreras, temidas por una patronal sanguinaria y por un estado subsidiario y protector del capital que supeditaba la vida de los que arrebataban el carbón, el hierro, el oro o lo que fuera, a las ganancias corporativas. Durante la Revolución Industrial, en Inglaterra las minas se comieron con hambre secular a miles de personas que luchaban por un mísero jornal. Niños que corrían como gazapines por las galerías recibiendo, a cambio, su ración de grisú o la costalada que los enterraba vivos. Hombres desesperados que no encontraban más salida para el hambre que descerrajar las entrañas terrestres en un trabajo feroz que los mataba al poco tiempo.
Los retrató el coloso Zola en Germinal “la Revolución industrial, capaz de tragarse y de digerir de una sola vez a todo un pueblo”
En España nombrar Asturias, Bierzo, Almadén, o cualquiera de las cuencas mineras es referirse a una mítica lucha por la dignidad. Dos veces se la jugó -canta Víctor Manuel con letra del poeta marxista, Pedro Garfias- Asturias, y dos perdió. La primera en una revolución que costó casi tres mil vidas en la posterior represión, convirtiéndose en ensayo general de lo que llegaría después, entrenando al pequeño dictador en ciernes mientras regaba de sangre los caminos asturianos. Franco, fulminó la revuelta revolucionaria asturiana como al resto del país pocos años después. Tortura y cárcel despiada para los que sobrevivieron.
La segunda vez que fracasaron los asturianos fue en la guerra civil aunque supieron pelear sobre el suelo igual que lo hacían bajo la tierra. Volvieron a perder y también costó un baño de sangre con detenidos, torturados…
En 1962, con la Huelgona, desperezaron a un régimen y a un proletariado que dormía plácidamente. Esta vez, ganaron y con ello se forjó la leyenda. Los mineros son gente especial, se dice, quizá porque juegan con la muerte cada día, bajando los 600 metros (el doble de la Torre Eiffel) a los pozos y al hacerlo pierden el miedo a perder la vida porque la conocen a esa muerte que les ronda en cada esquina. Los poderes lo sabían y lo saben. Claro que Margaret Thatcher, quizá porque por sus venas no corría sangre o estaba sino una amalgama de ira capitalista neoliberal, les torció el brazo allí en Gran Bretaña. Pero no es fácil dominar al minero.
Nos hemos preguntado si en la historia de la lucha minera contra el poder han tenido algo que ver las mujeres. Y la respuesta es positiva, ocurre lo mismo de siempre. Se obvian las acciones femeninas porque la historia suele ser escrita en masculino casi siempre.
Si contáramos las veces que las mujeres hemos escuchado la frase: “tanta igualdad, ¿por qué no bajáis a la mina, si queréis igualdad?” y nos dieran un euro, teníamos capital. Hace un tiempo que se está paliando la falta de información porque son varios los libros que han salido colocando la verdad en su sitio. Poniendo a la mujer minera en la historia. A la pregunta cuñada del señoro de turno, podemos responder que siempre ha estado la mujer en la mina. Siempre. Como muestra un dato estadístico: en 1883 trabajaban en las minas asturianas de hulla, 616 mujeres
«Siempre se habla de los mineros como los protagonistas de la lucha en las cuencas, pero yo pretendo reivindicar la labor de las mujeres, porque trabajaban tanto como ellos en la mina, además de atender a las tareas del campo y de la casa«, explica Abel Aparicio, autor del libro ¿Dónde está nuestro pan? uno de los que se ha ocupado en paliar la falta de conocimiento sobre la mujer en la mina.
Claro que la Organización Internacional del Trabajo (OIT) dictó una norma en 1897 que prohibía la bajada al interior de la mina de mujeres en general y a niños menores de 16 años, debido a la terrible explotación que se ejercía por las empresas mineras. Fue una protección un tanto absurda, la que se le dio a la mujer, porque como siempre ocurre, la realidad se ocupó de falsear las “posibles” buenas intenciones del proteccionismo patriarcal, siamés del capitalismo. Se torció la intención de la normativa en provecho propio. Lo de siempre, ya digo.
Cuando una mujer quedaba viuda, cosa harto frecuente en las cuencas debido a la cantidad de accidentes, desprendimientos, estallidos de grisú o por enfermedad (las medidas de protección de los mineros eran inexistentes, la patronal miraba a los mineros como animales de carga eludiendo cualquier dispendio que restara dividendos) se quedaban en total desprotección. Alrededor de las minas se hicieron economatos, escuelas (precarias, casi testimoniales) casas que se cedían en arrendamiento a los trabajadores en activo. Estas medidas se tomaban, no como ayuda a las familias, sino como forma de control ejercido al trabajador, con el fin de crearle total dependencia de la mina, con lo que se aseguraban fidelidad al puesto de trabajo. Al morir el hombre, la empresa desposeía a la viuda y a los hijos de todo…viéndose abocados a una total penuria. Si alguno de los hijos quería entrar en la mina se hacía la vista gorda con la edad (saltándose la normativa de la OIT) pudiendo conservar, de esa forma, la familia, la casa. En el supuesto de que los hijos fueran pequeños, la viuda, o marchaba con la prole, o solicitaba prestar servicio en la mina, cosa a la que el patrón accedía. Hubo una viuda que cuenta cómo ofreció sus servicios para bajar a los pozos en vez de su marido: “ mientras saques lo mismo que él, a mí no me importa que piques tú” respondió el encargado de un pozo. Eso sí, picando, barrenando igual, pero cobrando la mitad. Porque eran mujeres…
Estos trabajos femeninos se realizaban de forma ilegal. La viuda utilizaba el carnet del marido, con lo que ella carecía de derechos en caso de accidente o de enfermedad laboral, quedando exenta de cotización puesto que no figuraba su nombre . En tiempo más reciente, una de aquellas mujeres, Enriqueta, se acercó a solicitar la invalidez alegando silicosis, ante las risas del funcionario, que no se creía lo referido por la minera, recibiendo un hostión por parte de la vejada, que aún resuena en las paredes del consultorio médico. Buenas eran las mineras para soportar a imberbes.
Queda demostrado, por tanto que hubo mujeres bajando a los pozos compartiendo tiznes y sudores en pie de igualdad ante el trabajo pero no ante los derechos ni los sueldos.
Había otras que se ocupaban de labores en el exterior de la mina. Se trataba de las escogedoras, atropadoras, aguadoras, vagoneras, guardabarreras, escombreras, pizarreras…También transportaban enormes capachos de carbón que recogían para venderlo por las casas y sacar unas pesetas con las que complementar los escuetos hogares. Todos esos trabajos eran brutales, se realizaban en jornadas de doce o trece horas, sin apenas descanso para comer, empapadas en agua, reventadas de hollín, marcadas por los golpes de vagonetas. Algunos de los hombres exentos de bajar a los pozos, se integraban en los grupos de exterior, manifestando la dureza del trabajo externo que no desmerecía del interno.
Cuando el turullu (sonido que avisa de la bajada a los pozos) suena en la cuenca, los hombres y alguna mujer, limpios aún, se desperezan y caminan hasta el ascensor, que en su primera vocación solo desciende para internar seres humanos en las entrañas terrestres hasta profundidades de 600 metros, como hemos dicho, por donde discurren las galerías, a modo de arterias, oscuras, sujetadas por pilotes de madera que compañeros han ajustado previamente. Si se desprende el espacio de galería, mueren enterrados, si salta el grisú se produce una explosión mortal…Y durante horas se respiran gases tóxicos en la oscuridad que palían ligeramente las lámparas que portan en sus cabezas. El sudor, el hollín y los gases son el alimento de los cuerpos que, maltrechos y cansados, suben al exterior después de jornadas -luchados horarios porque fueron de once o doce horas- de siete horas. A la salida, muestran los rostros tiznados, la boca sabe a carbón y hay que lavarse mucho para sacar de la piel las resmas del carbón que se han adherido. Un trabajo infame que tensa un carácter firme. A veces también la desesperación.
Las medidas de prevención de riesgos, los cuidados ante la silicosis, o desprendimientos eran lujos entonces que costó mucho sacar a la patronal unos mínimos de seguridad para este trabajo. En la puerta de los ascensores de los pozos, figuraba siempre un numero…Era el numero de muertos que se había tragado la mina, para que los que entraban no olvidaran.
El alcoholismo ha sido endémico en las cuencas. Los hombres de tanto merodear a la muerte, al salir de la galería, ahogaban en las tabernas las ganas de vivir, gastando un jornal que faltaba en casa. Y la mujer, otra vez la mujer, se veía avocada a buscarse la vida para alimentar a la prole.
Durante la I Guerra Mundial se conoció una floreciente demanda de carbón que llenó las cuencas de trabajadores y de familias. Como no se daba abasto, se aceptaban niños y mujeres en las galerías. Durante la guerra civil y la postguerra, primero porque estaban luchando en el frente, luego porque los que no fueron fusilados, vagaban por cárceles y penales, la mujer y los niños volvieron a tomar las minas, hasta que las cosas fueron normalizándose, tornando los hombres y expulsando a las mujeres al hogar. El franquismo y las empresas mineras preferían a mujeres pariendo hijos para recambio de picadores y barreneros que duraban poco vivos.
“Si tu padre se mataba en la mina, si eras hombre entrabas a trabajar en Hunosa automáticamente pero si eras mujer, no”, afirma Aitana Castaño, que también recuerda que “las mujeres tenían también enfermedades derivadas de la mina. Por las ´carboneras´ pasaba todo el carbón porque eran las que estaban en el rete eligiéndolo y sufrían muchísimo de silicosis, pero no se les reconocía. A la vulnerabilidad del sector de la minería en los años 40, se le unía la de ser mujer. Además, estaba muy mal visto que trabajasen allí. Las ´carboneras´ solían ser viudas o jóvenes sin casar”.
Las mujeres que trabajaban en la mina, al esfuerzo de la propia labor, se unía las labores de casa, el cuidado de la prole. Muchas de ellas iban con los hijos a cuestas, paraban a ratos para la lactancia dejándolos luego sobre el suelo, encima de las rejillas de aire caliente, viciado y sucio, aire ennegrecido de los respiraderos. Si hacían turnos de noche, caminaban en grupo como forma de eludir las agresiones de compañeros que no veían bien el trabajo femenino o simplemente aprovechaban la coyuntura.
Olvido, una de estas mujeres, sustituyó al marido enfermo que no podía bajar, a las doce de la mañana rompió aguas durante la jornada laboral, fue subida desde la galería pariendo a las tres de la tarde.
Tal como decimos, su trabajo siempre se pagó menos, ganaban 1,05 pts, trabajando en los lavaderos toda la noche: «en algunos como regla y en otros sólo en las épocas en que hay mucha demanda de carbón: alternan en el trabajo de día y de noche pero sin recibir aumento en el último caso. EI salario es la mitad que el de los hombres y menor que el de los chicos que ganan de 1,25 á 1,50» confiesan testigos.
María Toca Cañedo©
Continuará.
https://www.diariodehuelva.es/articulo/provincia/mina-mujer/20210306083043199911.html
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