Hablas con amigos y vecinos, con parientes y afines. En todos ellos se aprecia malestar. No hay seguridad en lo que ves, en lo que sientes, en lo que percibes. Los demás andan igualmente confundidos.
Tal enredo se aprecia también en los medios de comunicación, en la opinión pública, en las redes sociales y en las conversaciones distantes.
No me refiero a la polarización política o a lo que, en otra temporada, se llamó crispación, ese enconamiento detestable. Lo que nos ocurre sobrepasa el estrecho círculo del ruedo español.
Hablo de un malestar más general e inespecífico, una desazón o perturbación que nos tiene a todos trastornados y prácticamente enmudecidos: al menos a quienes somos más morigerados.
Padecemos una quiebra que nos hace callar. Lo pongo en plural, pero podría ponerlo estrictamente en singular. Enmudezco. No sé qué decir y sentir. Y cuando hablo procuro informarme y leer, leer, leer. Y callar, ya digo.
Se trata de una crisis que, insisto, nos hace leer más (hablo por mí), una crisis que nos hace informarnos para explicarnos lo que pasa y lo que nos pasa.
Y ahí se produce y se padece el aturdimiento.
¿Por qué razón? Pues porque aquello que ocurre… sucede en el mundo material, ahí afuera, tan indescifrable. Y ocurre en los nodos del mundo virtual, en esas redes a las que estamos atados.
Cuando lo que sucede… sucede, difícilmente sabemos catalogarlo, aunque prestemos vigilancia. Entonces no sabemos si es desorden digital o un caos de la realidad.
Por eso, yo —al menos— leo para salir de mi paletismo… Y a la vez enmudezco cada vez más.
Muchos tenemos la impresión de que el mundo ha experimentado verdaderamente un trastorno, un trastorno del que no sabemos si podremos recuperarnos.
No me refiero a esos acontecimientos que muchos se apresuran a calificar de históricos. Menudean los encuentros futbolísticos del siglo, son frecuentes declaraciones lapidarias que, creemos, serán recordadas.
Pero no. Lo de ahora va en serio. Y veo que la crisis es profundísima, tanto…, que los nacidos cincuenta o sesenta años atrás padecemos ya y padeceremos más una extrañeza reciente y creciente hasta que se nos emboten los sentidos o hasta que la Parca venga a visitarnos.
No me veo, al menos en mucho tiempo, viajando con despreocupación. No me veo besando, saludando y abrazando sin reparos a familiares, a amigos y a conocidos. No me veo caminando sin más, sin preocupaciones o sin precauciones.
Es una distopía menor, pero distopía.
El mundo real existe, sí, existe: vaya que sí. Aunque la filosofía del siglo XX pusiera en cuestión esta evidencia o presunta evidencia. No fueron pocos los escépticos que desconfiaban de la obviedad del mundo.
Pues no. Por todos los indicios y, por lo que parece, el mundo material está ahí (lo sientes cuando te hieres, te hieren o te mueres). Y lo que es peor es cada vez más indescifrable e inoperante.
Al menos, instituciones y hábitos heredados que nos resolvían la vida son ahora mecanismos inservibles o parcialmente averiados.
Algún día volveremos a esa realidad de la que ahora nos hemos distanciado por temor a su irrupción e invasión. Justamente por eso hemos puesto todo tipo de mediaciones que son dispositivos.
Por un lado, nos permiten seguir en contacto con el mundo exterior y, por otro, nos ayudan a asegurarnos, a protegernos, viviendo en nuestros nichos ecológicos.
En estas condiciones, el optimismo se evapora y nos sentimos tristes, con grave pesadumbre. Yo, por ejemplo, no remonto…
Cuando digo esto me refiero a que a algunos nos va ser difícil recuperar la alegría de vivir, la inocencia: ese optimismo al que nos entregábamos.
Yo mismo me veo sumido en un estupor difícilmente disimulable.
Probablemente estos estados de ánimo son y serán muy frecuentes, no infundados, dada la marcha del mundo y la marcha de los acontecimientos.
Punto y aparte.
A principios del año pasado publiqué precisamente un post en donde mostraba mi escepticismo y hasta mi pánico al comprobar tontamente que ya habían transcurrido veinte años del nuevo siglo.
Fue un descubrimiento casi infantil, la negación de una evidencia: habían transcurrido los años y yo seguía estando en el año 2000 y pico, pero ese 2000 y pico había ido sumando: lustros y finalmente décadas. Eso significa, entre otras cosas, envejecimiento personal.
Mientras llego a estas conclusiones obvias acabo el libro de Irene Lozano. Me refiero a ‘Son molinos, no gigantes’ (2020). Es un volumen de gran lucidez sobre lo que nos pasa, sobre la perturbación cognitiva que padecemos.
Juan Luis Cebrián, en Babelia, juzgó positivamente y con suficiencia este volumen. Escribió una reseña triste, viejuna y arrogante.
¿Digo algo? ¿Digo por qué?
Justo Serna.
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