
Nunca esperé que sucediera. Poblaba mis pesadillas esta posibilidad y por eso puse todo de mi parte para evitarlo. Un hecho que no consigue curar la decepción que siento, de mí misma por no haberlo visto llegar, de él y su «yo controlo», de los métodos anticonceptivos que uso —porque él controla, pero yo más—, que me prometieron tranquilidad a cambio de un listado interminable de efectos secundarios.
¿Cómo puedo hacerlo, si ni siquiera soy capaz de mantener viva una planta? ¿Si todos mis sueños de futuro incluían mi soledad? ¿Si cada proceso de lo que viene me aterra y horroriza, me repugna y me desliza a la fuerza dentro de un papel que nunca he deseado cumplir?
El palito, ya seco, está mirándome, como preguntándose cuánto tiempo más voy a quedarme ahí sin aceptarlo. Los minutos han volado junto con mi seguridad, se alejaron para nunca volver. Porque, aunque yo tengo claro lo que quiero, las palabras que sus lenguas pronuncian son incisivas. Bisturíes que dejarían a la vista lo egoísta de mi decisión, sin preguntarse si egoísta no será esta sociedad que me impone sus opiniones sin interesarse por las mías. Al igual que el flamenco rosa que no debe su color más que a los cangrejos de los que se alimenta y no porque lo haya deseado, esta decisión también me cambiará por dentro, quiera yo o no.
En este punto el palito se ha rendido conmigo. Ha presentado su carta de renuncia, dice que soy una pésima mujer.
Es lo contrario de lo que dice mi amiga, a la que siempre acudo cuando la gente comienza a darme miedo. Afirma que el positivo solo es un negativo en mi cuerpo, que haga caso a lo que mis intestinos retorcidos me piden, ya que esos estaban ahí mucho antes.
Mi estrella no tiene pequeños planetas planeados en su ruta, mi vida no la quise con plantas.
Sus palabras son mi salvavidas. Respiro, decido. Y todo está bien.
Eran Mineri.
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