Le había dañado una voz estentórea, estridente, fuera de lugar. Al fin y al cabo, su comentario, tan espontáneo como falto de empatía, no merecía semejante respuesta.
Él venía de hacer su caminata diaria, una decena de kilómetros de marcha intensa, abrigado y, al mismo tiempo, deslumbrado por el brillo plata de Mágina.
Ella, lo había recibido ajena, tendida en la alfombra, con los ojos cerrados, concentrada, sintiendo el estiramiento en sus tríceps. El chasquido de la apertura de la puerta, a penas a medio metro, la había sacado del karma por el que transitaba, con una bofetada molesta del fresco invernal que la mañana ofrecía a pesar de la calidez engañosa del sol.
– ¡Cierra, hace frío!- molesta, muy molesta
– ¿Frío?- incrédulo, sumamente incrédulo
Y la detonación no se hizo esperar: una catarata punzante de fonemas afilados y estridentes le cayó como una nube de granizo, de pedrusco inesperado.
No hubo respuesta, abrumado por un aquelarre de anticipaciones negativas, de imágenes vertiginosas que convertían su saliva en espumarajos de ira, intentó cerrar con un portazo, sin conseguirlo, la puerta del estudio.
La intensidad de los violines que en aquel momento abrigaban las paredes de la habitación, parecieron poner música al estado de aceleración que lo invadía. De pronto, las cuerdas enmudecieron, y tras un segundo de silencio, que lo dejó con su incomprendida indignación a la intemperie, las notas del piano comenzaron a describir el adagio con tierna solemnidad.
Fue un chispazo, un impulso incontrolado: abrió la puerta del estudio, volvió sobre sus pasos y la catarata se había convertido en unos ojos portadores de una mirada imantada, poderosa y comprensiva.
Se abrazaron como lo hacían siempre que evocaban la primera vez, arrebujados el uno en el otro y, siguiendo el guion sin escribir que ambos tenían memorizado, se encontraron en un beso, mientras las notas del piano ya habían encontrado el abrigo de los violines.
Juan Jurado
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