
Cionín pisa despacio, quiere sentir la tierra bajo sus pies, oír el sonido de las hojas al quebrarse, oler el vaho que emana de ellas al descomponerse, percibir la flecha de unos ojos en su espalda. Siempre siente lo mismo en aquel paraje, como si alguien la mirara, como si fuera un protozoo en el portaobjetos del microscopio.
En otra dimensión del tiempo, pisa el mismo suelo Voccareca, vadiniense del clan de Bod, los invencibles, adoradores de Casus Bodo; concana por parte de padre. No tiene prisa. En el bosque se siente protegida. Allí ha podido escuchar el silencio de los dioses y ha sentido a la la mirada de su padre Dorulio en la espalda, el cariño de su madre Anna, siempre atenta a donde pisa; son los espíritus de sus antepasados, los sagrados trasgos que velan por ella. Siempre la acompañan en silencio mientras recoge las hojas del roble para las predicciones y los ritos.
Las dos mujeres recorren igual sendero separadas por una cortina de tiempo, de milenios trenzados, humeantes de historia. Huelen los hongos del aire, escuchan a los pájaros del misterio, ven los colores del atardecer. Una recita para sus adentros oraciones a los antepasados que se fueron, como ahora escapa el sol que se filtra, rojizo, por entre la hojarasca. La otra escucha el silencio de los colores, contempla la luz de los trinos, saborea la niebla que pronto se hace presente y anuncia la noche.
¿Quiénes son? Una es Cionín, profesora de latín recién jubilada del instituto Rey Pelayo, de Cangas, habitual de aquel németon sagrado en el que en la más remota antigüedad se celebraban los ritos; ¡cuántas decisiones ha tomado entre aquellos árboles! Otra Voccareca, la madre del gran castro de Concana que suele acudir al santuario para recoger el espliego que cura las erupciones, la siempreviva que hace mover los vientres, la hoja de laurel que ha nacido bajo el altar de los sacrificios, a cubierto del gran roble, tan útil para los dolores de pecho. Sólo en aquel santuario crecen las plantas más sanadoras tocadas por el dedo de agua de los dioses.
Cionín tiene a su único hijo, militar, destinado en el Líbano, en misión de los Cascos Azules. Vocca es madre de Terencio, auxiliar de caballería con destino en Panonia; conoce muy bien el latín y hasta dicen que sabe leer las tablillas de los centuriones y transmitir las órdenes a los suyos.
¿Lo verá de nuevo? piensa Cionín, la profesora, y se estremece como tiemblan las copas de los árboles en lo alto; se levanta el cuello del jersey. Vendrá cuando haya muerto, piensa Voccareca, la vadiniense, y sólo recibirá mi sonrisa triste reflejada en los pétalos de estas flores; se cubre con la capucha del sagum, lo vestía él cuando aún era niño, todavía huele a leche.
Un pinzón chapalatea justo encima de Cionín y un petirrojo le contesta cómico, como burlándose; al coro se une un mirlo y el cetia ruiseñor dirige la orquesta desde la lejanía. Saludan con sus trinos a la tarde que muere y a los rayos oblicuos del sol que juegan al escondite entre los troncos de los árboles y dibujan fantasmas con aureolas de fuego.
Voccareca, en el otro rincón del tiempo, busca a tientas casi el ara sacrificial, tres piedras acaballadas bajo las que descansará y pasará la noche que se aproxima, ¡necesita tanto que le hablen durante el sueño! De momento, se expresan por medio del pico de las aves para asegurar que están ahí, y la corneja es la más estridente, la que pone punto final a todas las conversaciones aladas. Bien sabe Voccareca que tras ella se esconde Deva, la madre creadora, la que vestida de negro la invita a descansar. En el silencio inmortal se manifestarán los dioses y le entregarán el recuerdo de Terencio para que pueda mecerlo una vez más entre los brazos del alma.
Cionín se siente observada. Sabe que cualquier movimiento será captado, que cualquier pensamiento podrá ser conocido por alguien invisible, ¿los dioses quizá! ¡Qué tonterías piensa! Pero, claro, son tantas las lecturas, tantas las visitas al németom sagrado, tantas las lecciones que impartió a sus alumnos, tantos los cuentos narrados entre besos al pequeño que es ya un sargento barbado, marcial y de mirada fría; en fin, es tan exuberante la patria de su imaginación, que la divinidad arcaica ha adquirido ya naturaleza palpable. Cómo le gustaban los relatos de los viejos dioses a su sargentín. ¡Qué hará a esta hora!, ¿habrá cenado?, ¿beberán mucho en la cantina?, ¿irá con mujeres? ¡Qué lindo era, cómo chupaba nada más nacer, insaciable, nunca podrá olvidar la sensación.
Voccareca ha logrado sentarse junto a la roca del altar. Pronto necesitará ayuda y no podrá acudir al santuario porque en sus ojos ha penetrado una cortina de humo. Sabe que no volverá a ver a Terencio, pero si regresara, al menos podría tocarlo, sentirlo, oler el cuero de su armadura, el hierro de sus armas, el sudor del guerrero, y sonríe. Ha cerrado los ojos, pero sabe que otros muchos la miran. Nemedo Sediago calma su espíritu; Madre Cantabria le asegura que en otro lugar lejano, Terencio está postrado ante su altar y que ruega en sus oraciones que la proteja; Madre Astura le asegura que está bien de salud; Epona relincha en la lejanía para ratificar las palabras de sus compañeras y las pequeñas janas han debido tomar a pulso a la anciana, pues siente como si flotara.
También se acomoda Cionín sobre una piedra musgosa. Ha extendido un pañuelo para protegerse de la humedad. Atiende a los mil sonidos del bosque que se oscurece. Escucha el leve oleaje de los chopos cantores cuyas hojas hace sonar un viento de campanillas. Un perro ladra muy lejos. Los sonidos civilizados no se atreven a penetrar en el misterio. Sigue con la sensación de que la miran, ¿será la voz de los dioses? Son deidades, en todo caso, diferentes a las descreídas generadoras de ateos. Estas, las emanadas de la tierra, no se sienten como intrusivas y son irrepresentables, pues carecen de contornos, su presencia se limita a dibujar sonidos en el aire, a fabricar música con los colores del sol que ya cae, que pasa del rojizo —el pelo de su sargento cuando era niño— al negro de su propia juventud. ¡Qué melena tenía! Se la cortó cuando sacó las oposiciones a secundaria. Parecía una niñina. Todos admiraban a la jovencísima profesora, no había alumno que no estuviera enamorado de ella, se quedaban con la boca abierta cuando les contaba las inauditas historias de los astures y de los cántabros. No lo hacía mal. Se siente satisfecha con su trayectoria profesional. Los mejores tiempos. Qué atrás quedan esos recuerdos, amontonados en la misma caja en la que guarda el rosario que usó el día de la primera comunión. Una urraca parece asentir con su graznido a todos sus pensamientos, como dándole la razón en bloque, ¿o es una diosa innominada?
En las noches de plenilunio, Voccareca y todos los de su pueblo danzaban a la luz de la luna en honor a ella, la Innominada. No eran muchas las noches que desde el castro de Concana podía contemplarse el espectáculo de un cielo despejado, por eso había que aprovecharlas. En las mismas puertas de las casas se iniciaba el baile, sacaban todos los maderos, todos los bronces sobre los que se pudiera percutir, el ruido era ensordecedor. Luego se tomaban de la mano y bajaban hasta la alberca, donde el espacio se ampliaba, y allí gozaban hasta el amanecer. Eran viejos tiempos. Cuando Terencio nació no tuvo ya ánimo para tales esparcimientos propios de jóvenes, el mamoncete le llevaba la leche, el tiempo y la vida, pero todo lo daba con gusto. Y ahora, vieja y casi ciega, sólo piensa en dormir, en reposar en el silencio de los dioses, quizá la reciban pronto en el Sid, una pena no haber nacido varón para participar en la Gran Cabalgada de Lucobos, de Lug como dicen los vecinos lugones.
Cionín recuesta su cuerpo en el tronco de una encina. Un sopor la invade. ¿Será Erudino, señor de la sabiduría y de la ensoñación quien está a su lado? También Voccareca dormita, y sabe que Obelégino la llevará de la mano hacia mundos desconocidos. Qué hermoso sería poder volar entre las capas del tiempo.
Y el sopor se hace piedra. Las dos mujeres, separadas por más de dos milenios, sienten que se elevan, y que volando se entrecruzan. Se ven, mira qué curioso, otra vieja como yo, o quizá más, seguro que más. Son dos númenes que se interpenetran, hombro con hombro, pecho con pecho, cabeza con cabeza, se superponen, se unifican, siamesas oníricas, ¿quién es esa otra?, ¡qué más dará! yo misma, quién va a ser si no. Y como cigüeñas atraviesan el cielo del tiempo, y se disipan las nubes de los ojos y torna a crecer el cabello y su blancura se compacta, convertidas las melenas en toboganes de nieve por los que se deslizan las dos mujeres que se aproximan, que chocan sin dolor, que se entremezclan definitivamente, que se confunden sin que ni el espacio ni el tiempo puedan impedirlo.
Se ha producido el milagro, Voccareca es profesora de latín recién jubilada del instituto Rey Pelayo, de Cangas de Onís. Cinonín, matrona del castro de Concana, junto al Sella, es madre de un legionario de la Cohors III Cantabrorum con destino en Panonia Occidental.
Este prodigio acontece pocas veces en los németom sagrados, en los santuarios que aún perviven, en los fanos que siempre fueron morada de los dioses. Para que el milagro se produzca es preciso que se den varias circunstancias: que los transportados no teman la muerte más que la vida, que la luna llena muestre la cara de la Innominada, que la urraca y la corneja, representantes de Deva y de Epona, graznen al atardecer, y que los rayos del sol poniente entremezclen el recuerdo de los vivos y la presencia de los muertos.
Si todo esto sucede, cualquiera puede viajar en el tiempo hacia adelante o hacia atrás para evadirse del presente incierto, y levitará con alas entre los robledales de un pasado heroico. Se sentirá libre en el momento y en el espacio, mientras dure la somnolencia arrullada por el trino de los pájaros, por el soplo de los dioses.
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En “Los Cántabros”, de Joaquín González Echegaray, Estudio 1997, pg. 200, se recoge la siguiente ara sepulcral: “Monumento a los dioses manes. Terencio Boddegum, vadiniense, se lo dedicó a su querida madre Voccareca, de ochenta y ocho años”. Hallada en el Collao, Cangas de Onís.
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Nota.- Este texto no es de los incluidos en “Cantábrica”. También se quiere hacer constar que este texto está protegido por DERECHOS DE AUTOR, y que periódicamente, gracias a la IA, hacemos barridos en la Red para detectar plagios. Según la normativa de Facebook, la inserción de un texto o una imagen en esa red social no implica la pérdida de los derechos de autor frente a terceros usuarios. En este caso, la propiedad intelectual está reconocida en el expediente 2024/5095 del RPI-España-UE. (Tazón. Abogados)
Javier Tazón
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