Al salir del hotel, tomamos hacia la derecha la Avenida Príncipe de Asturias a la búsqueda de un cajero. Apenas a cincuenta metros una oficina del Banco de Santander se nos ofreció rotulada en rojo. En contraste, los dientes blanquísimos de Fatine se mostraron en una sonrisa espléndida cuando del cajero salieron 1.500.€ en doce billetes de cien, cinco de cincuenta, dos de veinte y uno de diez.
–Habrá fiesta, –me dijo guiñándome un ojo— todo sale a pedir de boca.
Tomamos de pie y junto a la barra, un maravilloso morrillo de atún y unas tortillitas de camarones, todo en un bar de la misma Avenida. Nada de bebida larga, ni de locales íntimos; mi compañera tenía prisa por volver a la habitación.
Al pasar junto a la recepción, se acercó al mostrador y tuvo una confidencia con una de las señoritas que atendían a esas horas. Subimos y con las pinzas de mi navaja suiza Victorinox extraje el mondadientes que había dejado en la ranura de la tarjeta magnética antes de salir. Ahora estaba más profundo que cómo yo lo había puesto de modo que, alguien había intentado entrar.
Puse la tarjera en su alojamiento para que todas las luces se encendieran y dejar en el armario mi cazadora. La bolsa de Adidas estaba intacta pero, ¿quién y para qué habría querido entrar en nuestra ausencia? Momentos después alguien llamaba a la puerta. Pedí a Fatine que abriera ella, y esperé dentro del baño con la hoja entornada y la mano sobre la culata de mi pistola. Una camarera entró con un carrito sobre el que había, dos copas de champagne y una cubitera. Dentro, una botella de Don Perignon Vintage y poniendo el toque de color, una bandeja llena de fresas tan rojas como los vinilos del Banco de Santander. No quise preguntar a Fatine si había pedido que subieran el champagne antes de nuestra llegada por dos motivos: el primero es que no quería asustarla, y el segundo es que estaba sirviendo dos copas de aquel espumoso helado y mientras me ofrecía una, con una habilidad de prestidigitadora, bajó las hombreras de su vestido que cayó hasta el suelo, y se quedó ante mí, con su copa en la mano, su sonrisa cautivadora y, salvo sus sandalias charoladas con tacón de aguja, completamente desnuda.
A la botella de don Perignon le siguieron otro par de ellas más, frutos secos y un surtido de postres que nos ayudó a recuperar fuerzas, y que sirvieron para los juegos que, la que aquella noche se había convertido en maestra de ceremonias, parecía traer preparados de manera que nada quedase por hacer.
A las diez nos despertó el servicio de habitaciones con un desayuno Continental y un ramo de flores que no habíamos pedido. Cuando salió la camarera le hice una seña a Fatine para que guardara silencio, y escudriñé el ramo. A simple vista no había en él nada sospechoso aunque, no conforme, lo saqué despacio del recipiente de porcelana blanca en el que venía, y entre el corcho verde al que se pinchaban las flores, descubrí incrustado un pequeño micrófono. Mi compañera me miraba sorprendida pero guardando un silencio sepulcral.
–Qué bonitas las flores –acertó a decir por fin impostando un tono algo cómico— eres muy galante conmigo.
–Quería tener un detalle, –-contesté siguiendo el teatro que ella había empezado–. Hoy iremos a que conozcas Gibraltar y creo que mañana o pasado nos marcharemos. Según nos apetezca.
Estaba claro que tenían mucho interés en controlar nuestros movimientos, sin duda buscando el mejor momento para darnos el palo. Si era gente de marruecos, lo normal sería que esperasen a que estuviéramos allí. Con ello nosotros pasábamos el dinero por la frontera, y en su terreno, seríamos presas más cómodas.
Por señas le pedí a Fatine que recogiera sus cosas en silencio, y tras desayunar rápidamente y ducharnos por separado, salimos de la habitación con todo el equipaje a por el Opel Corsa 1600 turbo que nos esperaba en el parking. Blanco y de tres puertas, no llamaba demasiado la atención. Nosotros, un par de turistas rumbo a Algeciras, dispuestos a coger un ferry para cruzar El Estrecho aquella misma tarde.
Víctor González
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