Al abrir las ventanas he visto que este domingo tiene los colmillos muy largos, pero no como las agujas de todas las sorpresas, sino como gemido del pasado que de pronto se adentra en la insólita belleza de la mañana.
Como buen gitano portugués, yo nací en el campo. Es seguro que, si tuve padres, tardaron tiempo en inscribirme, así que no sé mi edad realmente. Los padres de entonces estaban muy ocupados con el contrabando de café por la frontera de Salamanca y con la venta de helados de manteca en El Algarve, antes de que arreciase el frío.
En esto del contrabando se llevaban la palma nuestros primos hermanos, los españoles, a los que yo, cuando aprendí a escribir, lo hacía siempre con H.
Había una anciana, madre del cronista taurino más íntegro de la península, que contrabandeaba en sentido contrario, de Portugal a España. Pero ella lo hacía a lo grande y traficaba no con tabaco y con las albarcas por el monte andando, sino con seres humanos y una camioneta.
La llenaba de portugueses que huían del hambre, los encerraba bajo una lona que ataba fuertemente con sogas como cáñamos, les advertía de que no asomasen el hocico para no ser descubiertos, que se measen y cagasen encima si hacía falta pero que no arruinasen el futuro por salir antes de tiempo al encuentro del aire, viajaban así un par de días y luego, una noche, desataba las cuerdas, abría la lona y en medio de la sierra les decía: hala, ya estáis en Francia, ocultaos hasta que amanezca.
Pero mis hermanos portugueses no estaban en realidad en Francia, sino en la Peña de Francia, al lado del santuario de la Virgen Negra que descubrió Simón Vela, probablemente francés. No es lo mismo, aunque se le parezca, estar el lado de la Sierra de la Demanda, donde había un internado para niños de posguerra, que estar realmente el Francia, donde había pan y libertad, o eso le había dicho a los nuestros.
Cuando la guardia civil española devolvía a los portugueses a su dictadura y a su hambre, la anciana española ya estaba en Ciudad Rodrigo, esperando otra remesa de portugueses para cobrar por adelantado y consumar otro engaño.
Así hizo su fortunita, la que heredó luego el cronista taurino más íntegro e ibérico que hemos tenido en la historia.
Pasados los años, y como esto está lleno de bárcenas chiquitos y grandes, se descubrió que el cronista más íntegro no era en realidad nada honrado, que a pesar de ser republicano tenía una ganadería de toros bravos que alimentaba con piensos que le regalaban los toreros. Esa fue la primera mamandurria.
Cronistas de toros han sido varios poetas, y viceversa.
Uno de ellos trabajaba en mi periódico, haciendo la agenda, ya ves qué poca cosa para tanto talento.
Al periódico le llegaban los sobres con el dinero de los toreros. La cosa era así de simple: subía el apoderado hasta la planta tercera, con el sobre y el dinero, se lo entregaba al conserje, para fulano, le decía. Y se iba sin dejar rastro.
Pero lo bueno que tiene el paso del tiempo y la manía de repetir tanto las costumbres es que la gente espabila. Y así el conserje, que era demasiado tuno para estar sentado detrás de una mesa haciendo nada, se olió que allí había negocio.
Empezó a abrir los sobres, a sacar la mitad del dinero de los toreros, volverlos a cerrar, y entregárselos como estaba mandado al cronista poeta.
El cronista poeta no es que fuera más tuno que el conserje, es que había estudiado y sabía sumar. Y no le salían las cuentas de lo que había acordado con los toreros.
Quiso llegar a un acuerdo con el conserje, pero este se plantó: o lo toma o lo deja. Las cosas siguen así o tiro de la manta, dijo el tuno.
Y el cronista poeta no tuvo más remedio que aceptar el trato.
Si nos fijamos bien, la vida está llena de misterios y nadie es lo que parece. Yo, por ejemplo: me voy a morir sin saber por qué las mujeres me han amado si no soy Paco Rabal sino Manuel Alexandre.
¿Tendrá que ver eso con la libertad del amor, ese que hasta llegó a Tolousse- Lautrec sin que se pueda explicar muy bien la razón?
Cuando la libertad no tiene las piernas de trapo puede suceder hasta esto: que a media mañana uno esté tan borracho que, en vez de llorar por tantos paraísos perdidos, se ponga a escribir la palabra libertad ejerciéndola.
Pero volvamos al misterio, porque ya sabemos que es mucho más difícil interpretar los sentimientos que aprenderse la raíz cuadrada un cuidador de cabras de Gredos.
Algunas mujeres confunden follar con amar, y un descomunal encoñamiento con un amor eterno: ya he dicho que este no ha sido mi caso, porque yo no soy Paco.
Cabe la posibilidad del error entre el amor y la necesidad, pero esto siempre ha estado lleno de psicoanalistas argentinos y ahí yo no puedo competir.
¿Y la admiración? Pues tampoco, porque yo no soy José Saramago, ni siquiera el padre Damián de Molokai, que podría subyugar a las más espirituales.
A la tumba nos llevamos muchas preguntas sin respuesta y alguna desolación que otra.
Mira que si todas hubieran sido mentira y yo en realidad siga solo en medio del campo, al otro lado de la frontera del hambre…
Valentín Martín
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