No soporto la falta de pasión, así en general, pero en la docencia me parece especialmente grave. Entro en el chat de tutoría de la UNED con el profesor responsable de la asignatura de la que voy a examinarme. Me sorprende mucho que en varios de los vídeos aluda a la materia que tutela con el apelativo de «coñazo». «Tendréis que hincar codos», dice a modo de consuelo, «es todo historia».
Me sorprende, digo, esa falta de entusiasmo. Sobre todo porque la historia de las ideas que se desarrolla en Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea a mí me ha servido para entender cuestiones que intuía. Por ejemplo, la relación del crimen o del castigo con la época en que se dan. Por ejemplo, para comprobar, desolada, cómo los diversos gobiernos, más o menos progresistas o conservadores de este país, han llamado a su primo de Zumosol, el ejército, para dejar en manos de la justicia militar aquellos delitos que se les iban de las manos: Me ha apasionado la historia de las cárceles de mujeres, el papel que desempeñó Victoria Kent para dotar de dignidad unas instalaciones a las que iban a parar las presas.
He comprendido que la mujer era considerada delincuente en muchas ocasiones que tenían que ver más con una conducta moral reprobable por parte del hombre, pero no delictiva. Me ha asombrado la presencia de órdenes religiosas, aliadas con el ejército, en las cárceles, como en una continuación de una cruzada imaginaria. He leído boquiabierta sobre las casas galera, equivalente doméstico a las galeras de hombres, donde chicas de mala conducta penaban hilando. Y sobre el cambio que supuso que las funcionarias que optaron por méritos propios a supervisar la disciplina y la educación de las prisioneras bajo el mandato de Kent, que habilitó celdas individuales y terrazas para que los hijos de las reclusas disfrutaran del sol, y bibliotecas, fueran sustituidas por afines al régimen, que habían perdido familiares en la contienda y vengaban en la figura de las presas las pérdidas familiares. Me ha parecido alucinante la confusión terminológica que hizo que se malinterpretara el término «asesinato» desde las Partidas. Y el estudio del duelo como delito especial, con todo su ritual y el consentimiento tácito que se le daba en el código penal. Del capítulo dedicado a la pena de muerte en España, a los verdugos chapuzas que hicieron que se prefiriera el garrote noble, ordinario o vil como método de ajusticiamiento ya ni hablamos.
Qué pena que el caballero responsable de alentar el estudio de la evolución de un hecho social y jurídico de este calibre considere que pensar y aprender sobre él es un, repito, coñazo.
Patricia Estebán Erlés
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