
Nuestros jardines exasperantemente lentos. Todo lo que nos pasaba entonces sucedía a un ritmo reumático, como si la vida ya fuera una enferma crónica, sin esperanza. Yo tenía catorce años, vivía en el barrio más feo del mundo. Algunos días te enterabas de que a la vecina de enfrente se le había muerto otro hijo de sobredosis. La cárcel estaba cerca, el cementerio también. Yo me preguntaba si alguien más sentía esa tristeza que se me agarraba a la garganta cuando me asomaba a la calle y todo seguía siendo tan gris como el día anterior. Los rellanos, la no luz que se colaba por los visillos, el aire. Todo gris.
Iba al instituto arrastrando los pies. Sacaba siempre ceros y unos en matemáticas, podría haberme hecho un bonito collar de cuentas con todos mis fracasos. Una mañana un hombre se ahorcó con su cinturón en el pinar que atravesábamos camino del Blecua. Había niebla y su cuerpo pendía del árbol como en una página de cuento gótico. Nuestros jardines eran así, lentos, como el movimiento pendular de aquel suicida colgado de un triste pino flaco.
Solo un día sentí que las cosas podrían ser diferentes. Alguien, quién sería, montó en el vestíbulo del instituto una instalación de luces y sonido, de fotografías y lienzos. Sonaba todo el tiempo una voz femenina que solo cantaba una palabra larga, imposible, que aún escucho en mi mente con toda claridad. La cantaba del derecho y del revés, como si fuera reversible. Aquel jardín artístico junto al gimnasio, aquel jardín de luces, sombra y voz me hizo suponer que había alguien más que veía el mundo de otra forma. Sentí que había traído todo aquello para mí, para que yo lo viera y mantuviera la esperanza. Todos los días, durante una semana, al entrar en el instituto sonó aquella voz femenina, un quejido oriental, estirando de la única palabra que componía su canción, para que yo la escuchara. Al lunes siguiente, todo aquello había desaparecido igual de misteriosamente.
Me gusta cerrar los ojos, escucharla de nuevo, volver a sentir que fue por entonces cuando creí que tal vez un día podría escaparme de allí.
Patricia Esteban Erlés.
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