De un tiempo a esta parte,
soy consciente de ser el único pasajero de un tren
que me lleva hacia un programado destino,
que no sé quien lo conduce,
y del que no puedo bajarme
por mucho que así lo intente.
Tren, del que nadie quiere hablar y todos queremos perder.
También sé, que cada día que pasa, me transporta por múltiples sendas,
sin que pase día alguno que no me envíe avisos de alerta en forma de agudos pitidos,
para indicarme que se está aproximando a otro cruce peligroso sin barreras
que inevitablemente me acercan a la estación final,
destino al que no quiero ir, pero él me quiere llevar.
A veces y con más frecuencia, sin ir demasiado veloz,
ante un resbalón de las ruedas por un muy leve tropiezo,
se organiza un gran guirigay de alertas con la advertencia de descarrile posible,
aun cuando, y por esta vez, no sucedió el fatal accidente.
Y es que gracias a los numerosos milagros con los que diariamente
este poderoso Dios y único verdadero, al que llamamos azar,
obsequia a la humanidad,
lo que pudo ser no fue,
el azar siempre interviene en la solución final.
Esto me obliga a pensar qué todo lo que podemos hacer los humanos
para eludir ese destino final,
del tren en el que nacemos y del que no podemos bajar,
que nos lleva a convertirnos en pútrida carne de tumba o en humo de chimenea,
es dar gracias al azar al despertar cada día,
por habernos regalado, aunque sea con dolores,
una extensión de supervivencia gratis
en ese viaje del tren que nuestros verdaderos amigos
quisieran que ellos y nosotros lo perdiésemos para siempre.
Enrique Ibáñez Villegas
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