Sin Poe muchos autores no seríamos los que somos. Él nos enseñó que el terror más profundo que puede sentir un ser humano es hacia sí mismo. En el XIX el Otro, el Monstruo, ya no es un extranjero de piel oscura, ya no es un animal de especie desconocida en un mundo demasiado nuevo aún. Poe aprende en carne propia los peligros que encierra el cerebro humano, la locura, la obsesión, la manía, la alucinación. Poe nos enseña a temer a nuestra conciencia, a contemplar un retrato interior sin filtros. A Poe vuelvo de vez en cuando y nunca lo agoto, como si fuera una mansión magnífica y misteriosa en la que siempre surge una puerta nueva que te conduce a otro laberinto. Poe nos habló del amor más allá de la muerte, de las casas que se hunden sobre las cabezas de dos hermanos pecadores, del enigma de un retrato oval, de los corazones que laten para delatar y de gatos negros que acusan de crímenes desde el interior de una pared. He leído y sigo leyendo con devoción William Wilson, mi relato favorito de todos los tiempos. Nunca se agotan las simetrías y duplicidades, la certera metáfora de la mente del primer William, un edificio gótico en el que se pierde el personaje, perseguido por su doble perfecto, el William Wilson de la vocecilla implacable que le recuerda a cada paso cómo sería él de ser bueno.
No creo en las casualidades. Sí en el amor correspondido por justicia. Amé tanto a Poe, con tanta pasión, que en 2008 pude demostrárselo glosando uno de sus cuentos, Elenora, en la edición conmemorativa de su aniversario que Páginas de Espuma publicó en 2008. Fue maravilloso aparecer en ese libro lleno de autores admirados, explicar qué me sugería ese cuentecillo con nombre de mujer inolvidable. Poe me abrió la puerta y me dejó entrar en la editorial del cuento. La literatura y sus maravillosos regalos.
Larga vida a Papá Poe.
Patricia Esteban Erlés
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