Voy deprisa. Siempre, como si la vida se me fuera a ir en breve. Quizá tomé la costumbre de haber sido madre temprana de dos chicos movidos, teniendo que hacerme hueco en la vida a codazos y con casi todo en contra. O de ver de cerca la muerte varias veces, algunas con más certidumbre que otras. Ahí se aprende lo frágiles que somos, lo temporal de la vida. La miras a los ojos y te dices: bien, se acabó ¿Qué te queda por hacer? Y te das cuenta que queda mucho. Venecia que no conoces, Nueva York que prometiste llevarle y no pudiste, París que se te olvidó, ese monte que no subiste y ahora, quizá no es tiempo, esa historia que no llegó a escribirse, ese amor que no terminaste o lo terminaste mal. Queda tanto, que la prisa se te apodera. Te entra el virus de la premura, de hacer para persistir, de acabar para dejar las cosas en orden. De apurar una vida que de otra manera no tendría sentido.
Por eso corro detrás de los momentos. Por eso huyo de circunloquios, de discursos vacuos, de parsimonias en el espacio/tiempo que no me lleven a puntos determinados.
Y hago cosas. Y me agoto. A veces pienso que voy en un coche a demasiada velocidad para contemplar el paisaje y quizá me lo pierda. Ocurre que hay tanto estímulo, tanto que leer, tanta palabra sabia que escuchar, tanto que aprender, que se me olvida que la función principal para la que venimos y estamos es para ser felices. Fíjate, y justo eso es lo que se me escapa. Lo que no aprendo, lo que no se me fija.
María Toca
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