Puta

La dejó sobre el suelo, casi con afecto, posándola con  suavidad, cual si fuera  pura porcelana. El cuerpo ensangrentado, goteaba sobre el linóleo con la parsimonia de un latido. Pronto la superficie, antes blanca y negra de baldosas que simulaban tablero de ajedrez, se tiñó de  cárdeno, brillante, iridiscente. Apartó la mirada de esa sangre que caía  sin descanso, primero a borbotones, luego con la calma placida que da saberse libre de fluir de un cuerpo que yace sin vida. Le molestaba el sonido de la sangre al caer. Era un goteo como de fuente. Rodaba por  el suelo, como si quisiera acompañar con su suave murmullo  esa vida fluida que escapaba de un cuerpo maltrecho, tal que muñeca rota.

Odiaba el ruido. Odiaba cualquier sonido que aplacara los pensamientos bruñidos a golpe de silencios durante  tantos meses. Amaba, por el contrario, el sigilo que le dejaba entrar sin controversia en su interior punzante, sumergirse en el suave espejismo de una vida que vivía a su antojo. El ruido era el exterior, lo que le obligaba a contemplar un mundo hostil y desobediente a su deseos;  había llegado a la conclusión de que el ruido le alejaba del artesonado complejo que tejió confrontando  su mundo.

La dejó sobre las baldosas, con el cuidado de extender la alfombra bajo ese cuerpo desdibujado por las puñaladas que poco antes le habían atravesado, mientras ella gorjeaba, arañaba y clamaba venganza.

 

Puta, le dijo, mientras blandía una y otra vez el cuchillo  Bowie, que utilizó para ella,  trinchando su interior como se ensarta a un animal que ataca. Puta. Solo eso. No musitó más palabras mientras la apuñalaba, ¿para qué? Puta definía todo lo que sentía. Puta era el grito salido de su alma, labrada a base de desengaños, de miedos y frustraciones. Por eso solo le dijo: puta. Mientras ella se revelaba, arañaba con furia su cara; incluso, en un descuido, le mordió en un brazo. Fue justo al asestar la séptima puñalada. Extendió el brazo, ella torció la cara y pudo apresar con la saña que da la desesperación su brazo tensado por el esfuerzo. Al momento sintió el bocado, los dientes apretados en la carne.

El dolor le enfureció lo suficiente para seguir apuñalando con la fuerza que parecía acabada. Entró de lleno en el diafragma, supo que tocaba algo vital, posiblemente el hígado o el corazón por el ruido que parecía resquebrajar tela vieja. Ella no le soltaba, con la mandíbula tensa, los dientes apretados, atenazados al músculo que acusaba el derrote. A él, los ojos se le llenaron de lágrimas. Puta, repitió. Mientras el dolor le trasegaba el entendimiento, siguió entrando, con saña, torciendo el cuchillo para destrozar la carne y escarmentar el cuerpo odiado. Mientras la seguía llamando puta.

 

Al poco el brazo sintió el alivio de la falta de presión.  Él, contempló sus ojos que se viraron hacia arriba, mientras en la boca se dibujó un rictus de aquiescencia, de derrota. Los labios se desdibujaron, blanqueándose al momento. La cabeza calló hacia atrás, derramando el pelo cual cascada sobre su espalda, que también derrotó sobre el linóleo. Los ojos, que  poco antes seguían enhiestos, mirándole de frente, con la fiereza que da el odio, se quedaron gélidos, plastificados.

 

Al momento lo supo. Aun así, la volvió a llamar puta. Aunque sabía que ya no le oía, que se había ido, que por fin se acabó la lucha.

La dejó en el suelo con la calma que puede dar el afecto o el respeto. Antes, con la mano que le quedaba libre, colocó la alfombra bajo su cuerpo. No fuera a enfriarse, pensó, las baldosas son frías y su cuerpo aún está caliente. No vaya a enfriarse. Mientras el cuchillo en su mano balbucía el escarnio que acababa de hacer.

 

Contempló el desecho que era ahora la escritora. Contempló su rostro lívido, yerto y vacío de la expresión de odio que poco antes reflejaba. Muy bajito le musitó, acercándose al oído.

-Te lo merecías, puta. Por reírte. Por escribirme aquella respuesta. Te lo merecías, puta. Todas debierais acabar así, sometidas o rotas. Si no me hubieras respondido, si no te hubiera reído de mis limitaciones… ¿Por qué tuviste que adivinar lo que ocurría? ¿Por qué tuviste que nombrar aquello? Ves el resultado. Ahí estás ahora. ¿Quién tenía razón? ¿Por qué no ríes ahora como entonces, puta?

La contempló con el desprecio que se mira a un animal molesto. En realidad, se dijo, tampoco fue para tanto, solo le había regalado un sarcasmo de los suyos, de los que manejaba tan bien como escribía. Nadie se había fijado en la rabia que rebosó sus ojos cuando la miró sin saber que decir. Porque a él, le faltaban palabras, siempre le faltaron. Igual que cuando su madre le castigaba sin razón o cuando la maestra le reía el cuaderno mojado en saliva y lleno de lunitas de tinta que se le escapaban intentando hacer caligrafía. Nunca supo responder a tiempo y luego en el silencio de su habitación le surgían mil frases. Tarde. Le llegaba tarde por eso la furia le crecía y optaba por vengar las afrentas. Que no quedase ninguna por rematar. Y por puta. Porque al fin, todas, sin exclusión eran muy putas.

Tomó el cuchillo en sus manos, se dirigió al baño. Debía lavar todo muy bien. Nadie sabría nunca que él lo hizo. El brazo le gritó el dolor que ella le había infligido poco antes. Tocó la carne inflamada notando el relieve de sus dientes. Puta, volvió a decir, como forma de homenaje y despedida. Puta.

 

María Toca

Sobre Maria Toca 1673 artículos
Escritora. Diplomada en Nutrición Humana por la Universidad de Cádiz. Diplomada en Medicina Tradicional China por el Real Centro Universitario María Cristina. Coordinadora de #LaPajarera. Articulista. Poeta

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