La muerte del emérito Benedicto XVI ha puesto sobre la mesa otra vez la influencia de la iglesia católica en las sociedades donde habita. En sus conductas ideológicas y económicas que tienen una ruta marcada de siglos. Un Papa nunca es libre. Al aceptar el puesto, le nace la misma servidumbre humana que al niño de Somerset Mahugam y todos tienen ya un pie zambo.
Joseph Ratzinger se ha ido entre las mismas turbiedades que trajo al llegar, pese a sus ensayos a la llamada del amor. Resulta impensable que dejara sus memorias para saber desde el protagonista las dimensiones del relato. Él mismo ha sido víctima del hermetismo de una iglesia por el que a mí me costó Dios y ayuda dar con un cura de Robledo Hermoso, el mejor profesor de literatura que tuve en mi vida.
Es cierto que Ratzinger perteneció a las juventudes hitlerianas, lo mismo que la abuela Federica del rey español. Es cierto que más tarde se alistó en el ejército nazi. Pero sería muy oportuno saber si todo lo que hizo fue obligado por la militarización de los seminaristas, o siguiendo el impulso de la iglesia católica alemana que, como todas las democracias occidentales, se equivocó de enemigo – el comunismo- facilitando con su voto la facultad de que Hitler pudiera prescindir del Parlamento a la hora de las decisiones. A oscuras quedan también las acusaciones de complicidad que pesaban sobre él, desde Munich hasta el último día de su mandato.
Si echamos más atrás la memoria, si aceptamos el relativismo inevitable como única forma de medir la vida, tenemos que concluir que Juan XXIII fue un Papa revolucionario dentro de los estrechos límites que la iglesia como organización piramidal y cerrada le permitió. Con él al menos cambió la cara y apareció una iglesia de la alegría, más cercana y más entendible.
Su sucesor Pablo VI no lo tuvo fácil y menos en España donde era frecuente oír a los párrocos: estamos sin Papa. Yo viví en 1969 una situación donde el fanatismo de unos teólogos de aquella Salamanca resultaba tan peligroso como surrealista. Muerto ya el obispo Barbado Viejo y atenuada la estrecha relación del obispado salmantino con El Pardo, todavía quedaba la influencia de aquellos teólogos, uno de ellos consejero privado de Franco.
Su visita a Madrid, donde yo tenía ya un sitio en la comunicación, resultaba asombrosa: querían un artículo mío pidiendo la expulsión de España del Nuncio, por comunista. No daba crédito a lo que estaba oyendo, y mucho menos después de escuchar el resto de su argumentación: el Vaticano estaba infectado de comunistas, empezando por el propio Pablo VI. Como me negué a escribir eso, regresaron con el artículo ya hecho para que yo pusiera mi firma. Y con el caramelo envenenado de que si alguien preguntaba por el firmante, dirían: uno que sabe mucho. No admitían la posibilidad de que nadie iba a dar crédito a tal desmesura, y tampoco que ningún periódico, censura aparte, publicase eso.
Volvieron a Salamanca donde los jóvenes católicos eran militantes de la fraternidad valiente en organizaciones como la JEC o la HOAC, lejos de ese fanatismo. Y donde la iglesia salmantina había dado pruebas de un empuje decisivo al promover caminos de libertad en expresiones como alguna revista con sede en un convento de monjas de clausura, cerquita de la seducción de las acacias que contemplaron en silencio la muerte de don Miguel de Unamuno. Y con el seminario de Calatrava para la intendencia. Acosado de olvidos, no sé cuándo dejó de publicarse la revista. Una mala revista, consecuencia de poner al frente a un muchacho cuya sola experiencia se fundamentaba en llevar cinco años escribiendo en El Adelanto. El muchacho aguantó las embestidas de la FUDE interesada en esa publicación y de las propias autoridades deseosas de poner nombre al ideólogo del proyecto. La conclusión, con la perspectiva de tanto tiempo, es que en aquella Salamanca había dos iglesias católicas: la del pastoreo en la calle incitando a la libertad, y la de algunas órdenes religiosas que empleaban su poder para seguir aferradas a un pasado del que no querían desprenderse.
Es verdad que Pablo VI se llevó siempre mal con Franco. Sus proclamaciones públicas en contra de la dictadura eran habituales cada vez que aquí había una nueva ejecución. Sus amonestaciones directas al general las daba a conocer la oficina de prensa del propio Vaticano. Y que Franco rozó la excomunión a través del obispo Añoveros -en nombre del Papa– también. Pero traducir eso por comunismo era un error descomunal y una obscena interpretación de la justicia.
Aquella caza de brujas se había reflejado antes en Salamanca, con el obispo Barbado Viejo en todo su esplendor del Palacio. En uno de mis libros recojo la historia de un seminarista que terminó la carrera y quiso ordenarse sacerdote. El obispo le dio largas, porque no se fiaba de un seminarista tan cristiano. Cuando al fin cedió y el seminarista fue sacerdote y párroco de un pueblo de Salamanca, lo primero que hizo fue quitar las cerraduras de su casa parroquial para dar posada a quien lo necesitase. Sé cómo empezó esa historia, ignoro cómo acabó, mea culpa.
Cuando llegó al trono de Roma el Papa polaco Juan Pablo II, la decisión más importante fue nombrar a Ratziger prefecto de la Congregación de la Fe. Puso como guardián de la doctrina al alemán para que fuese el vigilante con más mando y si alguno se salía de los límites, en lenguaje andaluz diríamos que no salía más en la foto. Algo de eso le debió e pasar al cura salmantino que quitó las cerraduras abriendo a todos las puertas de su casa.
Quien lo sufrió también fue Ernesto Cardenal, el cura poeta a quien por tres veces negaron el Nobel por el veto papal de que ya había habido un Nobel comunista llamado Neruda.
Resultó insultante y dolorosa la imagen de Cardenal, rodilla en tierra, recibiendo un rapapolvo público de Juan Pablo II cuando este fue a Nicaragua. El abuso de poder del Papa polaco fue inaudito, porque estaba ante un hijo de la iglesia que se jugaba la vida a diario plantándole cara al dictador Ortega. El dictador nicaragüense representaba el mismo poder que el Papa sobre un cura valiente pero indefenso.
El Papa argentino que gobierna ahora la iglesia desde un modesto apartamento el Vaticano, cediendo los suntuosos aposentos al emérito que acaba de morir, se ha salido del guión varias veces, aunque existe la impresión de una rendición cansado de llamar a los obispos (Granada incluida) para que no se resistan a los jueces. Tiene la batalla perdida y lo sabe desde el mismo momento en que al llegar se negó a ir a Fátima. Se le convenció enseguida cuando se le explicó que buena parte de Portugal basa su economía en el turismo religioso. Un turismo religioso que en Alba de Tormes se apoya en las reliquias de Teresa de Jesús.
La excelente escritora Susana Fortes lo explica muy bien en su novela “La huella del hereje”, donde pone en boca de un párroco gallego la desmitificación del apóstol Santiago decapitado por Herodes en Jerusalén en el año 42 y enterrado en Palestina. ¿Pero quién se atreve a arruinar una mentira que proporciona a Galicia cinco millones de visitantes en año jacobeo cuyos cimientos sostienen un tinglado económico en el que esos cinco millones de peregrinos, comen, beben, duermen, comercian?
Susana Fortes, gallega y novelista imprescindible, se atrevió con este clareado en 2011. El Papa Bergoglio tuvo que retroceder cuando intentó seguir su camino. Ahora que se ha muerto Ratzinger conviene pensar en todo. Incluso en la iglesia como motor económico de algunos territorios, y aquella iglesia salmantina que estuvo al frente del cambio, frente al inmovilismo de la iglesia de los claustros.
Valentín Martín.
Muy interesante artículo