
Que hasta hace muy poco nos reíamos más.
Que se normalice el hecho de que gran parte de nuestros dolores no sean fruto de pertenecer a la Humanidad en un mundo absolutamente loco y desquiciado, sino por la única variable de ser mujer en este sistema social, político y económico.
Que tengamos que seguir, como mitad del mundo, defendiendo nuestros derechos básicos por todo el orbe. Y se nos siga negando la verdad mayor:
Ser mujer es un factor de riesgo desde que naces.
Que muchas compañeras se sientan agotadas o se hayan aislado y otras se patriarcalicen y les importe más que «dañemos» la reputación de algunos hombres a que nos asesinen o abusen o agredan.
Que la traición de género y el discurso fascista se haga carne diaria en los más jóvenes.
Que según pasen las décadas la desesperanza curse con el cansancio capitalista y tengamos que desmontar discursos con ideas que hace pocos años eran un delito social.
Que sintamos en nuestras carnes el retroceso y nos pille con cincuenta y mucha cicatriz.
Que se nos impele a abrirles los brazos a los hombres, a los mismos que traicionan nuestra confianza en cada vínculo y se sitúan en la centralidad de la vida y nuestros saberes, para su único rédito social y profesional.
Que coloquen encima de tu espalda el paisaje de la soledad heterosexual como perspectiva de futuro si no te acomodas a la desigualdad estructural afectiva y las maniobras de poder masculinas, sutiles y explícitas.
La gran victoria patriarcal es callarte, amenazarte si no lo haces, hostigarte si te expresas, aislarte o directamente cansarte.
Agotarte trabajando, pagando facturas, y atomizarte con narrativas que te animan a ser la empresaria de tu vida cuando tienes un domingo a la semana para descansar.
La gran victoria patriarcal es, por supuesto, dividirnos y que nuestra alianza sea siempre algo menos importante que la deseabilidad de los hombres, padres, novios, maridos o compañeros.
La gran victoria patriarcal es que haga mucho que no nos reímos, ni bailamos ni nos sentimos seguras una noche de fiesta.
Que no podamos decirle a nuestro sistema nervioso:
Ya pasó, cariño.
Ya pasó.
Buen día, otro día buscando la alegría.
María Sabroso.
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