Siempre leía con avidez, con unas ganas por deglutir todo lo que caía en sus manos cercanas a la glotonería. La sed insaciable por conocer, por imaginar, por descifrar, por digerir todo lo que se encontraba en los libros le llevaba a leer día y noche, entre horas, en el autobús cuando se desplazaba por la ciudad o en el servicio, sentado en el trono.
Había forrado los distintos rincones de la casa con estanterías que él mismo iba ampliando y dando forma al tiempo que las iba llenando de novelas, poemarios, libros de cuentos, libros de viajes, biografías, de ensayos de todo tipo… Todo era poco para aplacar la sed que lo reconcomía por dentro. Una sed que le hacía llenar cuadernos donde, meticulosamente, iba anotando todas las ideas nuevas que en sus lecturas iba encontrando.
Gracias al consejo de un viejo librero de viejo, llegó a sus manos uno de esos libros sin tiempo, universales donde, según le dijo, estaba acumulado todo el saber y el ser del pensamiento y la existencia, la de ayer, la de hoy y muy probablemente la de mañana; un libro que había sido traducido a todas las lenguas del mundo. Acabó por gastar sus gastadas páginas, hasta que creyó haber estrujado todo lo que contenía: las certezas, las preguntas, los miedos, los sueños, las quimeras, las mentiras…, todo aquello que alimenta al ser humano.
Un buen día, sentado en el banco del parque donde solía pasar muchos ratos embebido en la lectura, se preguntaba con tristeza qué sería de todo lo leído, de todo lo aprendido, de todo lo vivido, cómo almacenar tanto, cuánto habría desaparecido ya en el pozo sin fondo del olvido, mucho más profundo que su memoria. En muchas ocasiones, había tenido la tentación de regalar todos sus libros, de compartir todos los mundos que escondían, el mejor antídoto contra ese olvido al que tanto temía. Pero su sed insaciable y el miedo al vacío de aquellas paredes, que pacientemente había ido abrigando tomo a tomo, se lo habían impedido. Cómo deshacerse de aquel arsenal de vida y experiencia, qué vértigo se apoderaba de él.
En esas disquisiciones andaba, cuando observó que, bajo uno de sus zapatos, asomaba, como pidiendo socorro, un pequeño trozo de papel manchado y arrugado. Un náufrago del viento y, quizás, del tiempo. Lo recogió con delicadeza y, acariciándolo con la yema de los dedos, le dio algo de la tersura perdida. Sólo había escritas unas cuantas palabras. Así que, embebido, las leyó en silencio:
Estos días azules y este sol de la infancia
Repitió su lectura varias veces, como si quisiera grabarlas en su memoria eternamente, como si buscara en cada una de ellas todos los mundos, como si quisiera disfrutar de la música que escondían. Hasta que, de forma inconsciente, cerró los ojos y comenzó a sumergirse en el mar de ideas y sensaciones que cada una le ofrecía, en el inmenso océano de sentimientos que, juntas, le provocaban. Se sentía pleno, saciado, etéreo, el presente lo llevó al pasado y éste, al futuro, en un tiempo sin tiempo.
En ese viaje inesperado de la nada al todo y del todo a la nada, comenzó a reconocer muchas de las ideas que había ido acumulando en los centenares de libros leídos y cuadernos escritos durante toda su vida: ideas que expresaban sentimientos de todo tipo o que lo transportaban a historias que, a su vez, le evocaban otras… Sin darse cuenta se vio envuelto en un maremágnum inabarcable.
Abrió los ojos, recuperó la visión de aquel verso tan insignificante escrito en un abandonado trozo de papel y, como si algo se le rasgará por dentro, una imagen brotó en su pensamiento: el mayor desierto del mundo lo constituyen infinitos y diminutos granos de arena, y éste, a su vez, está en cada uno de ellos; el océano más grande de la Tierra está constituido por diminutas gotas de agua y éste, al mismo tiempo, está en cada una de ellas. El universo está lleno de infinitas estrellas y, también, dentro de cada una de ellas…
Juan Jurado
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