Ser mujer consiste, patriarcalmente hablando, en disculparte constantemente por ser quien eres.
Por tu aspecto, por no participar en el campeonato mundial del ¿sigues estando buena? por tu edad, por llorar, por expresarte con contundencia o sentirte tan cansada como para no defenderte, por denunciar injusticias o no manifestarte en absoluto sobre cuestiones candentes, por no tener pareja o por tener una que no encaje con la expectativa social.
Por «llamar la atención», por callarte, por tu tamaño, forma y belleza.
Por haber sido madre «tardía«, por no serlo. Por todo.
Y tras este entramado en el que las palabras que usamos y recibimos configuran nuestro pensamiento y autopercepción también somos catalogadas de victimistas.
La misoginia social generalizada en sangre que más me preocupa es la nuestra, la de las mujeres, la de las que no preguntan qué te ocurre y juzgan, las de esas compañeras que miran esquinado en vez de saber o la de quien describe hechos por la mera observación superficial.
Que validen tus experiencias es una medicina muy poderosa.
Que preguntemos ¿qué te ocurre? ¿puedo ayudarte en algo? ¿qué te hace falta para estar mejor? es un medicamento mutuo que podemos aplicarnos entre nosotras y gratis.
Y no contemplarnos con desconfianza y estar más dispuestas a hipotetizar que a entender que detrás de cada comportamiento de una de NOSOTRAS hay una historia y una explicación.
Una biografía y una circunstancia del momento.
Esa que requiere un gesto amable.
Ya sabemos que nadie nos va a salvar.
No seamos negacionistas de nosotras mismas.
Buen día, otro día de salud emocional feminista.
María Sabroso
Deja un comentario