Se negaba a ser poeta, para no achicar al hermano muerto y robarle una brizna de luz. Hubo parte de la tribu musical que dudaba de su condición de músico. Y era las dos cosas. En los escenarios, en las plazas, hasta hablando en el Kontiki donde Ángel González se escribió tan poeta, frente al ventanal que mira a la calle donde nació palacaciega Fabiola de Mora y Aragón, la muchacha pía que España regaló a los belgas para redimir a Balduino, un pindongo que se acostaba con la mujer de su padre.
Va a hacer 23 años que llegó a Madrid para ejercer de diputado. Solo -el único escaño de la Chunta Aganonesista– creyó que no podía aportar nada a su tierra, diluido en el grupo mixto. Ni él mismo había reparado en que la segunda ciudad en población aragonesa era Badalona.
Desde que aprendió que al congreso de los diputados no se entra por la puerta de los leones, todo ya fue muy rápido. El tiempo que le tocaba, como a sus compañeros parlamentarios, era escaso. Pero descubrió el atajo. Y por él transitó casi 8 años, metiendo el dedo en el ojo de cada gobierno. Supo, como García Rúa, que cuatro palabras pueden desencadenar una revolución. Y que muchas escritas pueden ser un martillo pilón sembrando inquietudes en el batallón de las mayorías.
Enfrente tenía un alud de arrogancia. Tan poca cosa.
Anoche la gente del cine levantó de nuevo su nombre al premiar una película documental que habla de él a las generaciones de hoy. A ver si de una vez ya se limpia de cicatrices la prisa, y nos paramos todos ante sus multiplicaciones culturales y su condición humana. Hay que subir de tamaño para estar a su altura. Pues un esfuercito y ya está.
Qué gozo este sábado cuando la cultura revoloteó en Sevilla para escribir su nombre en el libro de los mañanas, borrando un olvido.
José Antonio Labordeta, poeta, músico, compromiso, ciudadano, y todo lo que se puede ser en la hostilidad del mundo. Por una película le conoceréis mejor.
Valentín Martín.
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