Nos sentamos los tres juntos, los asientos eran sin numerar y había sitio suficiente: el avión iba extrañamente vacío. La niña agarró la mano de su padre en el despegue, pero, sentada en la ventana, no apartó la vista de Madrid, que se hacía pequeña e indistinta por minutos. Cerró los ojos una vez que las nubes ocupaban todo el espacio, e imaginé que se estaba aferrando a ese sueño de luz que le servía para sortear sus momentos difíciles.
Recuerdo que me hablabas de las tumbas meriníes, de sus ruinas en una loma desde la que se contempla la Medina, el agujero de la Medina, donde las calles se abomban hacia el río como en una ciudad invertida. Cómo los tejados verdes y los alminares refulgen entre las casitas de ocre. Cómo llegan los cantos de los muecines todos a la vez, uno desde cada punto, y se enredan como lo hacen en el aire las cometas, se amplían y se multiplican recorriendo las calles y salen por las puertas hacia los cuatro puntos cardinales. Me contabas que en esa loma los hombres secaban las pieles de cordero, extendidas en el suelo. Y que si uno tenía buena vista, se podían atisbar las tinas del barrio de Chouara (“les tanneries”, decías tú en francés, sin saber la palabra correcta en castellano, que yo nunca te enseñé porque me gustaba oírte hablar a veces en francés, a veces en árabe), los hombres descalzos metidos hasta la rodilla en las aguas rojas, amarillas, o blancas. Detrás de las ruinas, el cielo es más azul siempre. Eso me decías, porque el aire corre muy rápido en la loma y barre el polvo, la arena del desierto. Y las nubes son tan blancas como no las habrás visto en otro sitio.
El aterrizaje en Fez nos pilló de improviso: las nubes debían estar muy bajas y el contacto con la pista se produjo de golpe. La niña se reía ante el susto de su padre. Tras el control de pasaportes, me disponía a coger un taxi, pero el hombre me dijo que si yo quería, podía ir con ellos en el suyo. Yo acepté encantado. Me dejarían en Bab Boujloud, la puerta azul, desde la que partían las dos calles principales de la Medina. Tras un viaje de media hora, me bajé del taxi e intenté pagar los cien dírhams que el taxista nos había dicho que costaría el trayecto, pero no me dejaron.
—Ni hablar, ha sido un placer estar con usted y esta es nuestra ciudad, así que ni hablar.
Ellos no sabían que Fez era mi ciudad también, desde que te conocí, y más aún desde que te perdí. Que cuando uno cierra los ojos, cuando tiene sueños agradables, cuando resulta que esos sueños luminosos se tienen con una ciudad que uno no conoce, que se sueña con una ciudad inventada, o recreada, o construida, entonces esa ciudad es la tuya y uno ya solo piensa en volver a ella, pese a que no se haya estado nunca. Estreché la mano del hombre y acaricié la cabeza de la niña, revolviendo sus rizos negros. No tenía miedo de perderme, tú ya me lo habías advertido: todo el mundo dice que la medina de Fez es un laberinto pero no es verdad, bajando se llega al río, subiendo se sale por alguna de las puertas. Quizá no sea la puerta que buscas, pero entonces, ya solo se trata de rodear la muralla hasta encontrar la tuya.
No he reservado hotel. Quiero ir antes a la plaza de los latoneros (aunque realmente no sé si lo que allí se golpea es latón, o bronce, o cobre), para ver si el recuerdo no es demasiado duro como para que me permita quedarme unos días. El recuerdo irreal, porque yo no he estado nunca allí, ya dije. Arrastro mi maleta bajo la puerta azul y los chicos de los restaurantes se acercan ofreciéndome sus menús (ya es la hora de comer). Decido sentarme en uno de ellos, en una de las mesas de la calle. Un entramado de madera y lonas de colores proyecta una bonita sombra cuadriculada sobre las mesas con manteles azules. Pido un cuscús vegetal y una botella de agua con gas. Lo traen muy rápido y yo lo como muy rápido también. Pago y cojo una de las dos calles principales, “la cuesta grande”, como tú la llamabas. Cogerás la cuesta grande y acabarás en la plaza de los latoneros. Pasarás por delante de la medersa Bouanania (irás a visitarla algún día). La cuesta se hará más pronunciada (recuerda: ve siempre cuesta abajo para adentrarte, cuesta arriba para salir), las calles más estrechas, más oscuras. Rodearás la mezquita Karaouine, gigantesca, pero tú solo podrás ver el patio, si es que alguna de las puertas está abierta. Te adentrarás en los zocos: ya no verás el cielo porque todo estará bajo techo. Muy práctico en los días de sol brutal, también en los días de lluvia. Llegarás a la medersa Attarine, bella también como una rosa en el desierto. Hacia la derecha, llegarás enseguida a la plaza de los latoneros, quizá ya podrás oír el golpeteo de los martillos contra el metal. Te sentarás a tomar un té, un café, un agua con gas. Desde la plaza, podrás ir hacia el río, que uno ni se imagina que exista, allí tan dentro, tan abajo. O hacia las tanerías (inventas la palabra en castellano). O mejor, te quedarás ahí sentado. Y te acordarás de mí. A lo mejor yo estoy allí también, ¿quién sabe?, y volvemos a vernos, dentro de unos años, cuando te decidas, cuando descubras que no me has olvidado.
Continuará mañana…
Texto: José Luis Serrano
Fotografía: Lola K. Cantos
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