Que no era del todo mi tía. Pero era la mujer del tío de mi padre. Y cuando yo era pequeña. Los tíos de mis padres. Y los primos de mis padres. Y los hijos de los primos de mis padres. Eran mis tíos y eran mis primos. Así que a Filomena le decía mi tía Filomena. Aunque a mí m sonaba a Filemona. Como los tebeos de Mortadelo. Daba un poco la risa. También respeto. No recuerdo haber hablado mucho con tía Filomena. Y sin embargo era quien más hablaba en aquella casa. Puede que los recuerdos se revuelvan. Y algunos. Sean mejores envueltos en silencios. Adornados con imágenes.
Como aquella fuente de ensaladilla. Enorme. Gigante. Colosal. Puede que fuésemos veinte en aquella mesa bajo la parra que rodeaba la casa. Puede que veinte asomados a platos dispares. Puede que veinte entre adultos y niños. Mucha gente. Mucho ruido. Y esa fuente de ensaladilla. Maravillosa. Con una flor hecha con la peladura de un tomate. Preciosa. Sabrosa. La mejor ensaladilla del verano. La ensaladilla de las fiestas del Amparo. Allí. En el pueblo de mi abuela. En la casa donde había nacido mi abuela. En la casa donde vivía Pancho con su mujer Filomena, y sus dos hermanas Visita y Dolores, y su hijo Luis. El primo favorito con el mismo nombre que mi padre. La misma barba. Los mismos ojos. La misma sonrisa. Pero más joven. Y mi padre. Más guapo. Y la ensaladilla. Muy guapa también. Y deliciosa. Sabor a Filomena. Que la llevaba sonriendo a la mesa. Éso sí que lo recuerdo. A Filomena sonriendo. Parloteando contenta. Aunque no recuerdo qué. Ni a quien. Simplemente esparcía alegría. Y nos enseñaba su salón de no estar. De sólo estar bonito y enseñar a las visitas. Allí estuvo su caja para velarla pocos años después. En el salón de las visitas. Entre las porcelanas, las maderas nobles y los cojines bordados. Allí fuimos a ver a Filomena. A que nos la enseñaran. A las visitas. De la ciudad. Que llegábamos para ver por última vez a Filomena. Que ya no parloteaba. Ni sonreía. Pancho no volvió sonreir tampoco. Visita no había sonreído en toda su vida. Y Dolores sonreiría torcida porque ya comenzaba a asomar el parkinson. No hubo ensaladilla. Supongo que comimos el cordero al horno de Visita. Maravilloso. Segundo plato en las fiestas del Amparo. Plato único aledaño a la caja de Filomena. Porque aunque la gente se moría, el resto tenía que seguir comiendo. A la gente se la invita al salón de las visitas, a rezar unos rosarios al muerto, y a un plato de comida. Como mandan las buenas costumbres. Y Filomena ya había sido de muy buenas costumbres. Con sus zarcillos de oro discretos. Y su mandil. Y su blusa de flores. Y sus zapatos de misa. Para servir la ensaladilla. No era guapa Filomena. Desde luego fea tampoco. Era mayor. Pero no tanto como yo la veía. Supongo que tendría cincuenta. De los de entonces. Que a mí ahora me quedan seis y sigo pareciendo una chica. Filomena parecía de todo menos una chica. Era una señora de aldea. Con una edad indefinida. Que podían ser setenta y tres. Aunque no llegó. Puede que ni a los sesenta. No podría asegurarlo.
Tendría que preguntar. Como pregunté aquel día. En aquel cobertizo. Junto a aquella lavadora vieja. A aquellos mis primos. ¿ Una teta?. Qué le va a faltar una teta. Y entonces espiaba a Filomena por si veía algo raro bajo la blusa. O quizá una ausencia de tirante de sujetador. Nunca le pregunté a Filomena por su teta. Su teta ausente. Y qué se sentía. Si dolía no tener teta. Y como era un sostén para una sola teta. Si el vacío se palpaba. O si lloraba en la ducha. Yo no hacía tanto que tenía a las mías. Pero ya no imaginaba una vida impar. Qué horror. Algún verano después. Con su ensaladilla. Y su cordero. Con patatas. Qué patatas. La virgen. Joder con Visita. Bordaba las patatas como mi otra tía los cojines. Ensaladilla. Patatas. Y Filomena otra vez par. Rasa. Plana. Pero no se notaba. Algo había sucedido. Una palabra extraña. Y el resultado. Es que ya no había tetas de Filomena. Ni una. Ni dos. Aire. No hacía falta sostén. No sé si lo siguió usando por coquetería. No sé si sufría. Si dolía. Filomena nunca dijo cáncer. Al menos no a los niños que ya no éramos tan niños. Y yo sólo escuché cáncer. Con Filomena ya en la caja. Sin tetas. Y un vestido de los domingos. Y unos zapatos de los domingos. Sin ensaladilla. Sin flor de tomate. Y un millón de flores alrededor. Y yo saliendo fuera. Mientras los mayores se repartían entre el salón de las visitas, y la cocina. Algunos salían también a fumar. Pero yo iba más afuera. Salía de la parra. Pasaba junto al horreo. Escapaba de la muerte. De la caja. De las visitas. De las no tetas. Y me olvidé de Filomena. Mientras ella se olvidaba de todos pudriéndose toda en aquella caja, ya dentro de un metro por dos de cemento.
Eva Barreiro
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