El expolio máximo al que son sometidas la mayoría de las mujeres a lo largo de sus vidas es el del tiempo, un bien muy precioso que hombres y mujeres no poseemos ni en la misma cantidad ni de la misma calidad. El llamado altruismo de las mujeres, ese «ser para otros«, tan bien conceptualizado por las feministas, supone, resumiendo, la entrega del tiempo; ese bien limitado, irrecuperable, finito. En cierto sentido ser mujer supone vivir luchando para conquistar un tiempo propio. No hay habitación propia que valga si no se dispone del tiempo para ocuparla. El tiempo es siempre un campo de batalla para las mujeres que se pasan la vida buscando un equilibrio entre el tiempo que entregan y el tiempo que buscan o desearían para sí mismas.
Es normal e incluso deseable entregar tiempo a los demás, pero no a costa de la totalidad del tiempo propio. El desequilibrio es evidente entre el tiempo que usan las mujeres para los otros y otras y el tiempo que usan los hombres para lo mismo. El tiempo dedicado a otras personas no tiene límites ni horarios y suele, además, invadir todos los demás espacios. El tiempo de los hombres es el tiempo del trabajo remunerado y, si acaso, aquello que hacen para «ayudar» en casa o en la crianza, pero pocas veces es obligatorio y sin horario. Incluso aunque los hombres cuiden, e incluso aunque su tiempo de cuidado sea en horas similar al tiempo de las mujeres, muy pocas veces ese trabajo está basado en la disponibilidad total como sí ocurre en el caso de las mujeres. El tiempo que algunos hombres dedican al cuidado tiene un ámbito muy determinado, y tiene principio y final, el resto es suyo. El tiempo de las mujeres, incluso en las más favorables circunstancias, nunca es del todo suyo.
El tiempo acotado del trabajo remunerado masculino, además, en contraste con la plena disponibilidad del tiempo de las mujeres es una característica propia del capitalismo industrial. Trabajar un número concreto de horas de trabajo a cambio de un salario contrasta con el trabajo preindustrial que era más extensivo en tiempo y en disponibilidad personal. Ocuparse de la agricultura, del ganado, de las incidencias meteorológicas, de fabricar en casa todo lo necesario para la subsistencia… no había horario: vida y trabajo eran lo mismo. El tiempo de trabajo marcado por el trabajo industrial no siempre fue bien acogido por los trabajadores por lo que tenía de regulación obligatoria (más aun si tenemos en cuenta las condiciones de trabajo de las primeras industrias). Supuso por una parte control, regulación, obligatoriedad… pero cuando las condiciones de trabajo fueron mejorando gracias a la lucha obrera, permitió liberar una parte del tiempo vital; la delimitación del tiempo de trabajo remunerado de los hombres permitió la delimitación también de un tiempo del que disponer libremente, lo que les permitió ir colonizando otros espacios, entre ellos los espacios políticos. Pero eso fue posible únicamente gracias a que el tiempo de las mujeres se fue estirando hasta ocupar todo el tiempo existente en ocupaciones que antes se compartían. Ellos conquistaron tiempo a costa del tiempo de las mujeres. Y, no lo olvidemos, también el capitalismo se benefició de esa colonización del tiempo biológico de las mujeres que le permitió disponer de la fuerza de trabajo, en las horas acordadas, sin interferencia alguna de otras obligaciones o preocupaciones. El capitalismo industrial y la familia nuclear necesitaban de la plena disponibilidad de los hombres durante unas horas a cambio de la plena disponibilidad de las mujeres todo el tiempo. Y esto fue así, entre otras cosas porque desaparecieron los vínculos comunitarios que permitían que las mujeres compartieran muchas tareas no sólo con los hombres, sino con otras mujeres: vecinas, familiares…
Las mujeres pusieron su plena disponibilidad a los otros, pero, eso no impidió que ellas mismas trabajaran por un salario. Es completamente falso que en el capitalismo los hombres pasaran a ocuparse de la producción y las mujeres de la reproducción. Las mujeres llenaron las fábricas, seguían trabajando en la agricultura, ahora sin los hombres, han trabajado en la mina, en el mundo de la pesca o en el servicio doméstico. Las mujeres trabajaban fuera sin tener que dejar de hacer el trabajo reproductivo, que es mucho más que la reproducción biológica, como sabemos. Por eso, en el caso de las mujeres los dos ámbitos de su vida se superponían llegando a ocupar todo su tiempo. Llevaban a los bebés a las fábricas en las que trabajaban a veces diez horas al día y después se tenían que ocupar del trabajo ingente que suponía garantizar la plena disponibilidad de los hombres al trabajo productivo. Los hombres, por su parte, aprendieron enseguida a poner una barrera infranqueable entre su tiempo de trabajo y el otro, el que fuera: descanso, ocio, militancia, cultura.
Así, las mujeres no sólo no vieron su horario delimitado y compartimentado en tiempo de trabajo, de ocio y de sueño, sino que todo su tiempo se convirtió en trabajo. Más adelante, las mujeres de clase media que no habían ingresado en las filas de las incorporadas al trabajo remunerado lo hicieron también. Las mujeres que trabajaban en peores condiciones sufrían estas por el hecho de ser mujeres, y las otras, las que aspiraron a trabajos dignos, se incorporaron como «hombres honorarios» a un mercado de trabajo construido a imagen y semejanza de los trabajadores masculinos. El tiempo productivo ya estaba estructurado a la manera androcéntrica. Algunas mujeres con privilegios consiguieron librarse de una parte, sólo de una parte, del trabajo de cuidados a costa de poner a mujeres pobres en su lugar; lo que aquellas mujeres compraban a costa de estas últimas era tiempo. Mujeres cuya disponibilidad a este trabajo doméstico es, a su vez, completa hasta el punto de vivir en casa de sus empleadoras sin derechos y por bajos salarios. Y aun en los casos de mujeres privilegiadas ni siquiera ellas se pueden librar de lo que supone la entrega femenina, aunque sea la parte que atañe a la responsabilidad mental, a la planificación, a la constante preocupación, a estar pendiente y ocuparse de cualquier imprevisto y, desde luego, a la disposición a la renuncia. Así, aunque trabajaran por un salario fuera de casa la cantidad de obligaciones que tenían las mujeres para con sus familias, les impedía ocupar el espacio político, el espacio de la creación cultural, el puramente de ocio etc. Y ya sabemos que ese tiempo no conoce vacaciones ni días libres. Es total, es para siempre y se configura como «pura generosidad«, lo que le otorga una calificación moral que sirve para señalar a quien se rebela como egoísta.
Y esas fronteras que siguen estando ahí, entre el trabajo remunerado, público, y el no remunerado, privado, es no sólo causa de desigualdad, sino que es lo que se come las vidas de las mujeres al comerse su/nuestro tiempo. Muchas mujeres, a pesar del doble esfuerzo, preferían salir a trabajar no sólo por la autonomía económica sino fundamentalmente por librarse de ese trabajo no visible, no reconocido, agotador, repetitivo, gratuito. Con el confinamiento, nos hemos vuelto a ver colocadas en solitario frente a las necesidades de los otros. Luchar por el tiempo propio es luchar por la vida. Quizá, algunas, tras mucha lucha hemos conseguido un cuarto propio, lo que no sabíamos es que la mayoría de las veces estos cuartos no tienen una puerta con cerrojo.
Beatriz Gimeno.
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