Erase una vez una princesa que vivía en una gran ciudad.
Era muy hermosa, con la piel de un bronce luminoso y un cabello oscuro, rizado y rebelde que envolvía, con un halo de misterio, su carita risueña. Su belleza era tal, que en la vida había logrado pasear tranquila por la calle.
Un día, su vida cambió por completo sin que ella lo pretendiese.
La princesa se dirigía al trabajo en su pequeña carroza, sorteando el atasco matutino con soltura, cambiando de carril cada vez que un hueco se abría ante ella, como hacía siempre.
Escuchó el golpe sin haberlo visto venir y frenó en seco.
El corazón de la princesa palpitó de miedo y de culpabilidad al descubrir al motorista que yacía sobre el asfalto, ante su vehículo.
—¿Qué coño haces? —le gritó a través del parabrisas.
Él se removió sobre el costado, dando muestras de dolor.
La princesa comprendió que había errado en su actitud reprobatoria y salió a atender al herido.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó con otros modos, mientras su cabeza calculaba si su seguro estaría de su parte o de la de él.
Con disimulo, echó un ojo a su propia carrocería para evaluar sus daños, tranquilizándose al no distinguir graves desperfectos. Solo unos arañazos con los que podría vivir.
Compuso una expresión compungida en su hermoso rostro y se agachó a comprobar el estado del caballero herido que, para mayor alivio de todos los que se habían acercado y parado en la acera a cotillear, comenzaba a dar muestras de recuperarse.
El caballero se puso en pie, recomponiéndose la ropa. La princesa también.
El caballero levantó su montura del suelo y la princesa aprovechó para admirar su gracia y su cuerpo musculoso.
El caballero se quitó el casco y resultó ser un príncipe.
El corazón de la princesa palpitó de nuevo, pero esta vez de ilusión.
Ante ella tenía a su amor soñado. A aquel con el que sería feliz y probaría por primera vez el sabor de una perdiz.
Era él seguro. Tenía la piel brillante, los ojos dulces y los labios jugosos, tal como ella siempre había imaginado. Sonreía con amabilidad, además, restando importancia al golpe recibido.
—Estoy bien, gracias —replicó el príncipe, mientras sus ojos valoraban sus propios daños—. Pero habrá que abrir un parte por el espejo roto —le dijo clavando en ella sus pupilas.
La princesa sintió cómo su corazón se lanzaba al galope en su pecho. Corrió a por su bolso y compartió con el príncipe sus datos más personales: compañía de seguros, NIF, nombre, dirección y teléfono.
—¿Quieres que quedemos esta noche para terminar de rellenarlo todo? —sugirió el príncipe—. Es que ahora tengo un poco de prisa —se disculpó.
La princesa accedió sin palabras, con un gesto de cabeza que sellaba el pacto de amor eterno que nacía entre ambos justo en ese momento.
Se despidieron con un apretón de manos, unas sonrisas bobas y una cita a las once en un bar.
La princesa pasó el día en una nube de júbilo y gozo, soñando su vida futura junto a su amado. Imaginó charlas, paseos y risas, confidencias y besos.
—¿Qué te pasa hoy, tía? Estás atontada —le preguntaban inquietos sus compañeros, y ella sonreía y suspiraba, sin dar más explicaciones, porque deseaba guardar sus sentimientos solo para sí.
Terminó su jornada laboral y regresó a casa con su bella cabeza puesta en todas las tareas de palacio que quería hacer antes de su encuentro: repasar su depilación, arreglarse las uñas, ducharse y darle forma su cabello crespo.
Tenía los nervios a flor de piel. Para calmarlos, cantaba con voz dulce canciones de Extremoduro.
Seguro que si hubiese habido pajarillos en la ciudad, se habrían parado a escucharla.
Se preparó una cena ligera y, masticando su ensalada frente a Netflix, llegó el momento más temido y esperado del día. Tomó el móvil y buscó en redes a su príncipe. Lo que encontró en Facebook le pareció bien, también en Instagram. No lo halló en Twitter, pero eso no la preocupó.
Unió la información de los perfiles leídos y terminó de inventarse al dueño. Su alegría creció. Ya sabía de su trabajo, de cómo disfrutaba del tiempo libre y todo acerca de su ideario político. También pudo comprobar que no tenía novia.
Ahora llegaba la prueba definitiva: abrió Tinder. Buscó y buscó, y a su príncipe no halló, pero sí a un tal Rana, con buena pinta, con el que enseguida logró un match.
Concertó con él una cita de una hora en la que disfrutó de un sexo brutal en un apartamento muy acogedor.
Se despidió de Rana agradeciéndole el buen rato pasado y se arregló el maquilaje en el coche.
Más calmada y con la faena hecha, a las once ya estaba preparada para comenzar su nueva vida junto a su amor verdadero.
Copyright © 2019 Teresa Guirado.
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