En mayo de 1926, Catalina y Gregorio habían iniciado una gira muy especial por Europa y América, que les colocaría en la cúspide del teatro mundial. El gran comediógrafo lo había decidido cuando notó haber cumplido otro ciclo vital y necesitar un cambio de aires. Tras diez años de intenso trabajo que le había supuesto su consagración como una de las más importantes figuras del teatro español, a la vez que reportado buenos ingresos, necesitaba dar un vuelco a su vida. Cedió el madrileño teatro Eslava a Margarita Xirgú, llevándose su compañía a París, donde el gobierno francés le acababa de conceder la Legión de Honor y la Comédie Française le había solicitado auto-rización para incorporar su famosa obra “Canción de cuna” a su repertorio. Desde allí la compañía dio el salto al continente americano, recorriendo sus mejores escenarios, desde Buenos Aires hasta La Habana, para concluir triunfalmente el periplo en Nueva York. En esta difícil y arriesgada plaza consiguieron un éxito absoluto, quedando su público extrañado del triunfo de una actriz española sin unas castañuelas en la mano y unos claveles en el pelo. Un año largo duraría aquel exitoso recorrido artístico.
El verano de 1927 lo dedicaron a un merecido descanso en España, con tiempo para supervisar los avances del hotelito que el arquitecto bilbaíno Secundino Zuazo les estaba construyendo en el Madrid moderno: la Colonia Metropolitana. En esta ocasión, Catalina y Gregorio no pasaron en Madrid más que los días necesarios para cerrar algunos asuntos y regresar a América con intención de hacer la nueva temporada, que comenzarían en México, donde cosecharon grandes éxitos, además de rodar una película basada en un cuento de la escritora local Cándida Beltrán. De allí viajaron a Cuba, donde fueron recibidos calurosamente, y tras otro largo recorrido con inmejorables resultados por los mejores escenarios del continente americano, volvieron de nuevo a España con intención de que el enfermizo Gregorio pudiera reponerse e intentara deshacerse de la editorial y del negocio teatral. Aunque no es que pensara retirar-se, sino que otros objetivos tenía en su punto de mira.
Su última pieza teatral – “Triángulo” – se había estrenado en Barcelona el 20 de noviembre de 1929, siendo recibida con gran éxito de crítica y público. La comedia trataba de desdramatizar la situación por la que atraviesa un marido que contrae segundas nupcias, creyendo que su primera esposa había perecido ahogada, al reaparecer ésta. Cuando las disputas entre las dos esposas suponen ya continuos escándalos, y el marido no ve solución alguna para la situación, la farsa da un inesperado y sorprendente golpe, totalmente encuadrado dentro del “modernismo” imperante. Sale el marido a sentarse en una butaca del patio, comentando directamente al público que, ya que no consigue resolver el problema, ocupará la posición del espectador, con lo que, al menos, dejará de ser parte de aquél. La compañía se trasladó en diciembre a Madrid, en cuyo teatro Infanta Beatriz se presentó el 9 de enero con el montaje de “Vida y dulzura”, comedia con la que el autor, hacía más de veinte años, había llegado a la escena de la mano de Santiago Rusiñol, cuando éste estaba ya en la cima de su fama como escritor dramático, y al que ahora iban a homenajear. Tras concluir esa obra, el matrimonio Martínez Sierra había escrito ya numerosas novelas, cuentos, artículos y hasta alguna traducción de las comedias de otros autores, incluido el propio Rusiñol; pero su sueño era escribir para el teatro. La obra había sido escrita por los tres – el matrimonio Martínez Sierra, junto al poeta y pintor barcelonés – a un tiempo, en castellano y catalán, siendo su deseo doblemente cumplido, pues la obra se estrenó simultáneamente en Madrid y Barcelona, en enero de 1907. Aunque creo recordar que aún no he comentado en estas páginas que el matrimonio Martínez Sierra no está compuesto por Gregorio y Catalina. Pronto quedará aclarada la curiosa situación…
A pesar de los años transcurridos, la comedia aún mostraba la frescura de su gracioso diálogo. La bellísima Catalina extremó su donaire natural y su profesionalidad, siendo muy bien acompañada por el resto de actores. Al final de la obra, el público exigió con calurosas y prolongadas ovaciones la presencia del insigne comediógrafo y pintor, que había llegado a Madrid expresamente para tal ocasión a pesar de sus múltiples achaques. Las manifestaciones del público asistente fueron un espontáneo y conmovedor homenaje al gran artista catalán, quien las recogía emocionado junto a Martínez Sierra, pues el glorioso don Santiago recibió de sus compañeros de ambos oficios las expresiones de respeto y simpatía que siempre les inspiró. El miércoles día 15, se celebró un banquete en el madrileño hotel Gran Vía, en el que doscientos amigos y admiradores homenajearon a don Santiago, adhiriéndose por carta y telegrama muchos más. Tras éste, se celebró la sesión de tarde del abarrotado teatro Infanta Beatriz, en cuyo escenario fue acogido el autor con un cerrado aplauso, antes de re-presentarse “Vida y dulzura”. Al final, Martínez Sierra leyó una poesía a él dedicada, y “la Bárcena” interpretó una deliciosa canción catalana del propio homenajeado, quien la acompañaba al piano, antes de que finalmente interviniera éste con nuevas palabras de agradecimiento. Ni que decir tiene que detrás de la organización de los actos había estado Gregorio quien, repuesto ya de la enfermedad con la que regresó de su gira americana, no perdía la mínima oportunidad de dejarse ver en el mundo cultural, orgulloso por el reconocido éxito artístico de la misma y sin que le importasen un pi-miento el resto de los comentarios que sobre su vida personal corrían.
Después de la representación de esta obra, Martínez Sierra tenía previsto dar a conocer, en el mismo escenario madrileño, “Triángulo” y “Mariquilla Terremoto”, obra ésta que estaban terminando los hermanos Álvarez Quintero expresamente para Catalina. Durante la temporada, pensaba organizar unas funciones especiales en las que se representarían los grandes éxitos personales de la actriz. Pretendía que ello fuera una interesante revisión de los papeles que mayor fama le habían proporcionado, y que sirviera a la vez de publicidad y lanzamiento para las ofertas que estaba recibiendo del mundo americano del celuloide. Tras del desembarco en Hollywood de algunos pioneros de los diversos cometidos realizados a ambos lados de las cámaras, como Edgar Neville, Julio Peña, Ernesto Vilches, Conchita Montenegro, Eduardo Ugarte, José López Rubio, Miguel Ligero o Florián Rey, los americanos pretendían añadir a un escritor y guionista como Gregorio, y contar las dotes interpretativas y la belleza de Catalina. Con la introducción de la sonoridad en el cinematógrafo, la naciente industria americana se mostraba interesada en captar el numeroso mercado de habla hispana. El objetivo era versionar en nuestro idioma los filmes de mayor éxito producidos en sus estudios. Para ello necesitaban con cierta urgencia de guionistas, directores y actores españoles – con preferencia a los más próximos latinoamericanos –, y qué mejor para ello que contactar con la afamada compañía de Martínez Sierra, que estaba precisa-mente de gira teatral por aquel continente. Había ya iniciado Gregorio muchos contactos, dejando abiertos algunos tratos bien encaminados, y si no hubiera sido por su enfermedad, posiblemente ya estarían allí; si no en California, al menos en México, para dar el salto definitivo en cuanto les fuera conveniente. Por eso le había programado a Catalina unas funciones especiales con sus mayores éxitos, mientras cerraban los acuerdos, pensando así reforzar su postura en las negociaciones. Algo similar se estaba también iniciando en nuestro continente. París, junto con Berlín, eran ya dos importantes centros europeos de creación del moderno cine sonoro.
Gregorio Martínez Sierra era un hombrecillo menudo y nervioso, pero con buen grado de control; de fina sonrisa y pronunciada calva; meticuloso, perfeccionista y amigo del orden; y, sobre todo, muy elegante. El prolífico “escritor”, gran editor y relevante empresario teatral de magnífica proyección internacional, “autor” de un buen número de novelas, cuentos y obras de teatro, vivía desde hacía años con Catalina, separado de su esposa. Sin embargo, todas aquellas publicaciones habían salido – y lo continuaban haciendo – de la pluma de ésta, la también escritora a la vez que maestra, María Lejárraga, con quien mantenía una cordial relación a pesar de vivir separados, siendo él únicamente el cerebro empresarial que decidía, con muy buen criterio, por cierto, los temas a dramatizar. Incluso las obras estaban hechas a medida de la propia Catalina, su amante y primera actriz de la compañía. Era difícil creer que tan poquita cosa de hombre pudiera ser el amante de una mujer como Catalina, dueña de un magnífico cuerpo y unos maravillosos ojos verdes. Era un rumor extendido por el mundillo teatral, no ya la separación del matrimonio Martínez Sierra, ni que fueran ambos los autores al alimón, puesto que era ella la única autora. La participación de Gregorio se limitaba a dictarle acertadamente los temas sobre los que escribir y, por supuesto, a encargarse de la posterior edición y distribución de la obra. Y, en el caso de las teatrales, a la puesta en escena y la propia producción, aspectos en los que su capacidad comercial le facilitaba enormemente su gestión.
María era la mayor de los siete hijos de un médico rural, quien hubo de abandonar con toda la familia su Rioja natal por ser destinado a atender la salud de los pequeños alojados en los orfanatos de Carabanchel, cercano municipio de la capital del reino. Tras recibir María de su culta y liberal madre, aunque muy religiosa al mismo tiempo, las primeras enseñanzas en castellano y francés, descubriendo ya su afición por las letras y el teatro, había cursado Magisterio, naciendo en ella una temprana inquietud social y feminista que le duraría ya de por vida. Tras obtener el título, consiguió destino en la Escuela Modelo de Madrid, en la plaza del Dos de Mayo, conociendo a través de los alumnos y sus familias la miseria del proletariado madrileño. Precisamente, para la biblioteca de este centro escribiría su primera y única obra firmada con su nombre: “Cuentos breves”.
Gregorio, por su parte – seis años más joven que ella –, había nacido en la madrileña calle Amor de Dios, habiéndose criado como un niño enclenque y consentido que jugaba con los hermanos pequeños de María cuando pasaba sus vacaciones familiares también en Carabanchel. Era el mayor de los nueve hijos de unos acomodados comerciantes industriales, cuya madre defendía ideas integristas e intolerantes. Estudió en el Liceo Francés, y en la Universidad algún curso suelto de Filosofía y Derecho. Desde pequeño había mostrado su afición por el teatro, habiendo publicado algunos cuentos y poemas, bajo la protección del mismísimo don Jacinto Benavente, aunque consideraba su maestro a Rubén Darío. El negocio familiar le posibilitó acudir, acompañando a algún empleado de su abuelo, al mantenimiento de la instalación de algunas salas teatrales, presenciando fascinado entre bastidores las representaciones de sus escenarios. Quizás era una forma de huir de la permanente amenaza de la terrible tuberculosis, que a lo largo de su vida se llevaría a seis de sus ocho hermanos.
Gregorio y María mantuvieron juveniles relaciones literarias y sentimentales, a pesar de que el padre de ésta, conocedor de la enfermedad que afectaba a la familia, no veía aquello con buenos ojos. La colaboración del trabajo entre ambos comenzó ya en 1898, con “El poema del trabajo”, perdurando en el tiempo, a pesar de que la relación marital acabase hacia 1917. Tras ganar un premio literario dotado con la respetable cantidad de trescientas pesetas, por su novela corta “Almas ausentes”, se animaron a casarse en el mes de noviembre de 1900. Ella siguió con sus clases en una escuela municipal del barrio de Argüelles, asegurando así la única fuente de ingresos fijos de la pareja. Este corto sueldo, que sólo les permitía vivir en el domicilio de soltera que ella había compartido con unos tíos, se fue paliando con sus trabajos de escritora. Él era un inmaduro, caprichoso y soñador muchacho de 19 años, sin empleo estable alguno, mientras que ella era una disciplinada y sacrificada mujer trabajadora de 26. Además de su sencillez y humildad, María poseía un rostro dulce y agradable que, unido a una animada y culta conversación, ofrecían como resultado una cierta capacidad de seducción, aunque su ideario moderno y progresista contrastaba con su aceptación de las costumbres conservadoras de la época. Mientras el marido, desde un principio, se dedicaba a las relaciones públicas y la edición, frecuentando los medios literarios madrileños, ella, además de impartir sus clases y desempeñar las tareas de la casa, traducía y escribía sin descanso y en silencio, a pesar de que pasaba por ser él quien lo hiciera. Jamás quiso María que apareciera su nombre en ninguna de sus obras, ni siquiera como coautora, llegando a justificar ella misma tal ocultación por la inconveniencia de hacer coincidir su identidad de escritora con su oficio de maestra, razón que, evidentemente, sólo a ella convencía. Pero lo cierto fue que, salvo en documentos oficiales, nunca utilizó sus propios apellidos, sintiendo siempre una absoluta indiferencia hacia el éxito, el reconocimiento o la fama, lo que, sin embargo, no hizo incompatible con su profunda preocupación social y política.
La pareja funcionaba a la perfección, pues a ambos satisfacía aquel mutuo compañerismo intelectual, a pesar de las duras condiciones que a lo largo de la vida les rodearon. Poco a poco fueron relacionándose con jóvenes escritores modernistas con quienes lanzaron cuidadas revistas y montaron empresas editoriales, a la vez que publicaban y recibían algún importante premio, con lo que fueron adquiriendo popularidad. Especial significación tendría para María el conocimiento del joven poeta Juan Ramón Jiménez, con quien mantendría siempre una especial relación. Hasta que, en 1905, el médico le recomendó a Gregorio alejarse de los aires viciados de Madrid, evitándole así el contacto con su familia, casi todos ellos ya aquejados de aquella mortal enfermedad: la tuberculosis. Para responder al consejo, María – única fuente de ingresos fijos – solicitó y obtuvo una oportuna beca para estudiar pedagogía y organización de la enseñanza en Europa. Aprovecharon así para conocer el ambiente literario y teatral parisino, a la vez que recibir algún encargo y relacionarse con otros españoles que trataban también de abrirse camino allí como el pintor Santiago Rusiñol o el compositor Isaac Albéniz.
Tras un año de intenso aprendizaje por diversos países europeos y sintiéndose ya con dominio de las técnicas teatrales modernas, creyó Gregorio estar preparado para acceder a los conservadores escenarios españoles, su gran sueño. La principal novedad que quería introducir para la puesta al día de éstos era la aplicación de la naturalidad en todas las facetas, virtud fundamental de la que el teatro español adolecía, unida a una cierta disciplina en la vida escénica y el abandono de la afectada sobreactuación. Aunque la llegada de los Martínez Sierra a la escena estuvo rodeada de numerosas dificultades, por lo que tuvieron que dedicarse durante algún tiempo a traducir lo que otros habían escrito. Ese fue el caso del amigo Rusiñol, quien les encargó traducir al castellano las numerosas comedias que tenía escritas en catalán, con objeto de poder ser representadas en Madrid. Pero sus intentos de hacer en España el teatro que triunfaba en Europa, chocaban una y otra vez con el conservadurismo nacional, la oposición religiosa, la penuria de nuestras compañías, la consideración social de los actores y –lo que era aún peor – la incomprensión del público.
Por ello hubieron de recurrir a publicar narrativa ya escrita tiempo atrás, que en el caso de la novela larga “Tú eres la paz” constituiría enseguida uno de sus mayores éxitos, lo que animó a María a abandonar su trabajo de maestra. Pocos meses después, Gregorio publicaba un libro de poemas dedicado a ella que, bajo los consejos de Juan Ramón, incluía unos versos de presentación de los mejores poetas jóvenes del momento. Ambas publicaciones les facilitaron, además de algunos ingresos económicos, la posibilidad de acceder ya a la escena con obras propias, comenzando a hacer-lo prudentemente con “Juventud, divino tesoro”, en el teatro Gayarre de Pamplona, para dar el salto a los pocos meses a las salas madrileñas. El soñador Gregorio, que había sido siempre admirador de Galdós y Benavente, con quien le unía cierta amistad de antiguo y sobre el que aseguraba que su “Comida de las fieras” era la mejor obra de teatro de su tiempo, se veía ya en el camino para llegar a la altura de ambos.
En 1908 Martínez Sierra conocería a la joven actriz de la compañía de doña María Guerrero y don Fernando Díaz de Mendoza, Catalina de la Cotera, conocida por el más sonoro de Bárcena, y de la que se enamoró cual inexperto estudiante. Un año más tarde los Martínez Sierra estrenaron en el madrileño teatro Lara, por imposición de los hermanos Álvarez Quintero y con discreto éxito, “La sombra del padre”, acción que a la temporada siguiente se repetiría con “El ama de casa”, en la que describen la dulce monotonía de la vida familiar. Y no es que fuera precisamente placidez lo que se vivía ya para entonces en casa de los autores, pues aquella primavera Gregorio eludió por motivos nimios iniciar con su esposa un viaje a Italia, lo que hace a ésta sospechar acertadamente que la causa real es la existencia de otra mujer. María viaja por ello sin compañía alguna y sumida en una grave depresión motivada por sus bien encaminadas conjeturas, lo que le empuja a protagonizar un intento de suicidio en una solitaria playa barcelonesa. Es una primera reacción a una difícil situación de triángulo sentimental, que ella irá lentamente aceptando y que terminará por dominar a su manera. Hasta que, por fin, en el año 1911 les llegaron los triunfos que tanto habían buscado.
Aquel mes de febrero los Martínez Sierra estrenaron en el madrileño teatro Lara “Canción de cuna”, su obra estelar, con gran éxito de crítica y público. La trama era muy simple: a la puerta de un convento de religiosas, una infeliz madre abandona a su hija recién nacida, fruto de amores de aventura. Tras ser legitimada como hija por el médico de la clausura, es cedida por éste a las monjas para su educación, creciendo feliz entre ellas hasta despedirse a los 18 años para casarse. A pesar de tan sencillo argumento, los diálogos de las enclaustradas mostraban tal profundidad y encerraban tal perfección descriptiva de sus diversas personalidades, que descubrían bien a las claras una tremenda sensibilidad en la pluma autora. Y hasta un sublime sentimiento de maternidad frustrada. El femenino reparto encabezado por Rosario Pino y Concha Ruiz, cosechó tantos parabienes como el autor de la obra. A los pocos días de su estreno fue también representada en diversas ciudades españolas, para serlo un poco más tarde en los más importantes escenarios sudamericanos, llegando a constituir el mayor éxito internacional del teatro español contemporáneo.
Ese año sería, por fin, el de su despegue teatral: en mayo estrenaron “La suerte de Isabelita” y “Primavera en otoño”, en la que la bella Catalina actuó por primera vez en una obra de los Martínez Sierra, convirtiéndose pronto Gregorio a la vista de todo el mundo en su protector, pues la joven actriz había abandonado ya la compañía de María Guerrero. En septiembre estrenaron “Lirioentre espinas” , sobre los sucesos de la Semana Trágica, y en noviembre la zarzuela “La familia real”, en la que tratan del repentino y famoso enamoramiento y matrimonio del príncipe hindú de Kapurtala y la joven bailarina malagueña Anita Delgado, cuando aquél visitó Madrid con ocasión de la boda real del propio don Alfonso. Al siguiente año, la Real Academia de la Lengua concedió a “Canción de cuna” el premio anual a la mejor obra dramática escrita en castellano. A partir de entonces, una interminable relación de obras de Martínez Sierra sería representada con gran éxito en los más acreditados escenarios mundiales.
A raíz de aquella zarzuelilla sobre los amores de la andaluza y el maharajá, el teatro lírico supuso un nuevo interés para los Martínez Sierra, sobre todo cuando Gregorio conoció que el joven y enfermizo compositor vasco José María Usandizaga estaba musicalizando una de sus historias que le había impactado: “Saltimbanquis”. Escuchados con agrado algunos compases al piano, empezó inmediatamente María a escribir el texto de lo que se convertiría en “Las golondrinas”, obra que fue estrenada con gran éxito en el madrileño teatro Price, y repondrían más tarde en la inauguración del Gran Metropolitano. Tras esta colaboración, conocieron en París a los jóvenes compositores Joaquín Turina y Manuel de Falla, quien les confesó estar inmerso en la composición de “Noches en los jardines de España”, tomando precisamente como inspira-ción la obra literaria de María “Granada, Guía emocional”. Tan agradable circunstancia les llevaría a mantener una profunda amistad y continua correspondencia. Su “don Manué” sería para ella, junto a Juan Ramón, los dos únicos amigos con quienes aceptaría compartir el gran drama de su vida. Sólo a los dos grandes genios andaluces confesaría la riojana los secretos de su intimidad.
La vida conyugal se mantenía de cara a la galería, a pesar de las relaciones de Gregorio con Catalina. Tras su primera y natural reacción en contra, María consiguió mantener la convivencia. Incluso celebraban en su domicilio, que habían instalado en un amplio y luminoso ático de la calle Alcalá 60, esquina a Alfonso XI, animadas tertulias a las que concurrían muchos de sus amigos: Rusiñol, Conrado del Campo, Usandizaga, Juan Ramón Jiménez, Pablo Luna, Benavente, los Quintero, a los que se unieron también Turina y Falla. Con este primero trabajó María en la zarzuela “Margot”, a la vez que iniciaba con Falla los proyectos de “El amor brujo”, mientras viajaban ambos con la compañía teatral de Gregorio, teniendo ella ocasión de servir al músico gaditano de descubridora y guía de la propia Alhambra granadina. Aquella maravilla que él había descubierto previamente e inspirado sus “Noches…” sin conocerla siquiera, sólo por las páginas de la escritora riojana. “Déme usted la mano, cierre los ojos y no vuelva a abrirlos hasta que yo le avise”, contaba María a algunos amigos que le había ordenado a un obediente “don Manué”, una vez subida la colina y encontrándose ante las puertas de la fortaleza nazarí. El músico obedeció la orden de la escritora, dejándose conducir por ella mientras que iba percibiendo únicamente los mil y un olores vegetales y el murmullo de las aguas de surtidores y acequias. La rápida marcha a ciegas concluyó con un “¡Mire ahora usted!”, soltando ella la mano del gaditano dentro del incomparable Salón de Comares. María aseguraba que jamás olvidaría la cara de sorpresa y admiración que puso el compositor al abrir sus ojos y encontrarse en la mismísima sala de audiencias del sultán. Una vez superado el dilatado impacto, no tuvo sino palabras para piropear públicamente la pluma de su cicerone, alabando la descripción por ella conseguida en su “Guía emocional”.
De igual modo, sería la escritora riojana, y no el marido, la verdadera autora del libreto de “El amor brujo” y de “El sombrero de tres picos”, así como de unas cuantas obras musicales más de gran fama. Falla había concebido la partitura de “El amor brujo” pensando en la famosa bailaora gitana Pastora Imperio, quien interpretó magistralmente aquellas misteriosas danzas andaluzas en su estreno, el día 15 de abril de 1915 en el madrileño teatro Lara. Un género tan innovador suscitó inmediatamente las más encontradas opiniones de la crítica teatral, que el siempre astuto Gregorio recibió con una socarrona sonrisa que pronosticaba un exitoso resultado final. Dos meses más tarde de su estreno madrileño, la obra había ido aumentando su popularidad siendo representada en el Teatro Sala Imperio de Barcelona, lo que motivó que el músico conviviese en esta ciudad con los Martínez Sierra durante una larga temporada. Diez años más tarde, una vez reelaborada la obra y transformada en ballet, sería estrenada en París por Antonia Mercé, la Argentinita, consiguiendo un grandioso éxito.
El posicionamiento de Gregorio en el mundo cultural se había ido poco a poco consolidando, llegando a ser elegido presidente de la Sociedad de Autores Españoles. No en balde tuvo siempre excelentes relaciones con los poderes públicos, fueran de uno u otro color, lo que le facilitó mucho sus gestiones, sin restar mérito alguno a sus capacidades como empresario, editor o comediógrafo. No obstante, nunca le interesó demasiado la política, que la veía con cierto desdén. Todo lo contrario que María, quien mientras tanto no paraba de llevar a cabo una serie de continuas actividades, quizás para huir de pensar en la relación de Gregorio con Catalina. Viajó María también con Turina a Marruecos la primavera siguiente – despertando los celos de “don Manué” – para ambientarse y escribir la ópera oriental “Jardín de Oriente”, que se estrenaría en el Teatro Real más tarde, así como la suite “Álbum de viaje”. Para compensar al gaditano, prolongó su convivencia en Barcelona con el desplazamiento por Andalucía y las ciudades españolas del norte de África, mientras continuaba trabajan-do en la partitura de “Noches en los jardines de España”. María lo hacía en “Cartas a las mujeres de España” y el libreto de la ópera “La llama” para Usandizaga, cuando recibió la triste noticia de la muerte de éste en su San Sebastián natal.
El matrimonio estaba en la cúspide del mundo cultural, mientras que la felicidad conyugal les acompañaba sólo en apariencia. Viajaban juntos a los más importantes escenarios europeos para estar al tanto de las novedades dramáticas, pero su desunión era patente para todo el mundo teatral. Cada vez eran más los que sabían que la autora de tanto éxito literario era la silenciosa y prudente María, pues nadie creía que tan numerosa obra tuviese como autor a una persona de tanta vida social como Gregorio. Ella jamás dejó escapar una queja pública de sus labios, confiando únicamente su desgracia marital a Juan Ramón y Falla, con quienes mantuvo unos muy especiales y prolongados epistolarios. El matrimonio, no obstante, inició una nueva gira con la compañía, lo que significó para María la humillación de vivir día a día la proximidad de Gregorio con Catalina, de lo que se quejaba en su frecuente correspondencia con el compositor gaditano. Quizás como válvula de escape que le permitiese superarlo, participó activamente por entonces en la fundación de la progresista Unión de Mujeres Españolas, asistiendo también al VIII Congreso de la Alianza Internacional para el Sufragio de la Mujer. Gregorio inició su participación en la interesante experiencia del Teatro del Arte en España, que duraría diez largos años, con el estreno en el teatro Eslava de “El reino de Dios”, bajo su dirección.
Se sucedían los estrenos de éxito, mientras María continuaba trabajando con Falla en “El corregidor y la molinera”. Éste llevó a la tertulia del matrimonio a Igor Stravinsky, el bailarín Léonide Massine y Sergei Diaghilev, director de los ballets rusos que actuaban en el Teatro Real, al tiempo que refugiados en la neutral España de la confrontación bélica europea. Las relaciones sociales de los Martínez Sierra se fueron haciendo mucho más amplias. A pesar de que dicha obra, al igual que las “Noches…”, se estrenara en Madrid, Diaghilev asistió en junio a su estreno en el Palacio de Carlos V granadino, y durante repetidas noches a las representaciones de aquélla en el teatro Eslava, comprendiendo el gran éxito que podría alcanzar en versión de ballet. Modificado el libro e instrumentada la partitura para gran orquesta, se estrenó como tal la nueva versión – ya como “El sombrero de tres picos” –, en el teatro La Alhambra de Londres y con decorados de Pablo Picasso, en junio de 1919.
Pero la gran amistad entre María y Falla se rompió a consecuencia de la falta de entendimiento con el músico en el proyecto de “Don Juan de España”, cuya parte musical fue finalmente encargada por Gregorio a Conrado del Campo. ¡Hasta en eso se supeditó ella al marido, quien le hizo perder incluso a uno de sus dos únicos amigos y confidentes…! Los éxitos teatrales y su agitada vida social no le hicieron olvidar a Gregorio su interés por actualizar la escena española, coincidiendo con el que por su parte manifestaba ya por entonces el joven poeta granadino Federico García Lorca, quien buscaba también formas de expresión teatral fuera de las comerciales al uso. Cuando conoce aquél esta semejanza de pareceres, no duda en encargarle se estrene en las tablas con la dramatización de un poema mariposa”, cuyo estreno en el madrileño Teatro Eslava, en marzo de 1920, constituyó un estruendoso fracaso, por mucho que Catalina lo interpretase, interviniese también en él la Argentinita, Gregorio lo dirigiese, y hasta se empleasen fondos musicales de Grieg y Debussy.
Eusebio García Olmos.
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